Del pasado día 25 de mayo, hasta este domingo día 31, participé con un par de textos en una magnífica exposición fotográfica de Julio A. G. Moro, en torno al pasado de la minería. También había una sección de fotografía más creativa, realizada a través de las imágenes creadas por el humo.
Tuve la suerte de compartir textos con algunos amigos y amigas como Manuela Bodas, Rafa Saravia, Manuel Cuenya o Antonio Merayo, entre otros que no conozco personalmente. Esta aportación le proporcionó a la exposición de Julio una dimensión totalmente diferente.
Las fotografías de uno de los enclaves más conocidos de nuestra cuenca minera nos dan una visión desoladora de nuestro pasado, a la vez que parecen empujarnos hacia un futuro en el que esos vestigios del pasado se conviertan en un elemento de futuro.
Solo tengo palabras de agradecimiento para Julio, por el proyecto. Participar en él me ha vuelto a llenar de impulso creativo.
Si tenéis oportunidad de verla en algún otro espacio al que sin duda acudirá en el futuro no dejéis de acudir a verla.
Y mientras tanto, por si alguien siente curiosidad, dejo aquí los textos con los que participé junto a las fotografías de Julio A.G. Moro para las que los creé. Espero que os gusten.
SANACIÓN
Por fin pudo desnudar su alma.
Volcó sobre el papel sus
sentimientos,
emborronando páginas completas
de atropelladas palabras llenas
de amargura.
Necesitaba sanarse.
Y utilizó para ello la terapia
liberadora y sabia de la
escritura.
Cuando se sintió vacía de tan
oscuras emociones
rompió en mil pedazos las hojas
escritas.
Y les prendió fuego entre hojas de espliego y de romero.
Las palabras ardieron poco a
poco,
envueltas en aromas sanadores
llevándose en el humo creado por
las llamas
el espectro de oscuros
sentimientos
y de presagios aún más negros que
la noche más oscura.
se perdían en el aire,
un sentimiento de liberación
invadió su cuerpo,
su mente y hasta su alma.
Sonrió sin darse cuenta.
En el horizonte nocturno aún
permanecía el último resquicio
de la noche más corta y más
hermosa del año.
Mercedes
G. Rojo
Mayo
de 2015
PASADO EN RUINAS.
Era apenas un
niño cuando abandonó aquel complejo en el que su madre le trajo a la vida. Una
vida dura que su padre se ganaba a golpe de pico de minero.
Antonio tenía
un buen sueldo. No eran pues de los que peor estaban, ya que, además del
jornal, la empresa le facilitaba una casa digna en la que vivir. Sin lujos,
pero digna al fin y al cabo. Claro que nada podía compensar la dureza del
trabajo que quizá era el culpable del rudo carácter del padre.
Lo recuerda
sentado en aquel viejo sillón de orejas, derrumbado ante el mundo con su camisa
negra y una actitud machista y bronca con su madre. A ella la recuerda con un
aspecto servil, incapaz de levantar orgullosa la mirada frente a él para oponerse a sus caprichos. Incapaz de
desplegar esa sonrisa que llenaba su cara cuando se quedaban solos y
disfrutaban el uno de la otra sin la presencia agresiva del padre.
Y se recuerda
a sí mismo, como un niño cohibido, intentando pasar desapercibido ante la
figura paterna que, cuando no volvía de la mina, llegaba siempre borracho, con
ganas de bronca, de amargarle la vida a los demás. Y su angustia a que al día
siguiente de cada riña conyugal, Antonio descubriera que, una vez más, se había
vuelto a hacer pis en la cama.
También
recuerda que todos los mineros no eran así. No todos los padres de sus amigos
actuaban de la misma manera.
No recuerda,
sin embargo, el día que su madre tomó la decisión de irse de casa, de abandonar
la seguridad económica de aquella familia (como a menudo le escupía Antonio en
su cara, cuando quería hacerle daño,
llamándola inútil) para irse a buscar un horizonte diferente en el que
sacar adelante sus dos vidas maltratadas. Ni lo recuerda, ni le apetece
recordarlo.
Pero hoy solo
hay silencio entre estas ruinas que se rompe al paso de sus huellas. Fuera
queda solo el silencio del viento quebrándose entre muros derrumbados. Y de vez
en cuando el graznido de algún cuervo alterando la quietud que el abandono ha
impuesto a este lugar.
No añora
nada. No se entristece. Pasea su mirada sobre las superficies abandonadas, y
sabe que aquella no fue nunca su vida. Fotografía las ruinas. Y el silencio.
Fuma al terminar un cigarrillo y
mientras lanza el humo al horizonte agradece a su madre que le hubiera arrancado
para siempre de un mundo en el que nunca
habría conseguido alcanzar la felicidad.
Mercedes G. Rojo (Mayo 2015)
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