Hay días en los que la vida te depara sorpresas que no esperabas, provocados por situaciones que habías olvidado o que en su momento te pasaron desapercibidas ¡quién sabe por qué razón! Eso mismo me ocurrió hace unos días cuando recibí en mi correo electrónico una nota de la Fundación Luz Casanova advirtiéndome que, como finalista del
I Concurso de relatos cortos sobre violencia de género - organizado para el pasado noviembre -, pronto me harían llegar el libro en el que el mismo ser recogía.
Y así sucedió el pasado miércoles.
Reconozco que encontrarme entre los 22 finalistas de los cerca de 550 relatos participantes provenientes de todo el mundo, y de los que aproximadamente la mitad provenían de Sudamérica, ha sido para mí toda una satisfacción no esperada. Primero, por el alto grado de competencia que dicha circunstancia supone. Segundo, por la seriedad que impone a tal concurso el hecho de que se convoce desde una Fundación tan comprometida y con tan larga trayectoria en este campo como es la
Fundación Luz Casanova.Y tercero, porque con ello veo de alguna forma recompensada mi larga implicación con el tema de la violencia de género y sus consecuencias, tema sobre el que llevo muchos años reflexionando, escribiendo y trabajando con diversos sectores educativos y sociales para sensibilizar y concienciar de los terribles efectos que produce en toda la sociedad y no solamente en quienes viven estas situaciones.
Tomo prestadas unas palabras de
Carmen Sarmiento (periodista especializada en el tema y autora del prólogo del libro para recordar que
"A pesar de las cifras abrumadoras sobre la violencia contra la mujer [...] cada vez somos más las que nos unimos para decir con fuerza en un solo y alto grito: Ni una mujer menos. Nos queremos vivas." En esa lucha incruenta también son cada vez más los hombres que se nos suman, porque ésta es una lucha que ha de realizarse entre todos.
Y en este camino todo suma, también iniciativas como la de la Fundación Luz Casanova que, a juzgar por la respuesta obtenida ha despertado gran interés tanto dentro como fuera de España, porque es esta una lacra extendida por todo el orbe. Esta entidad sin ánimo de lucro trabaja desde hace muchos años por el desarrollo social de personas en situación de desprotección y exclusión, poniendo uno de sus focos en el colectivo formado por mujeres y menores víctimas de violencia de género.
Los textos que componen la publicación que recogen los relatos premiados y finalistas presentados a esta primera convocatoria internacional, son relatos cortos que
"recogen el infierno que viven muchas mujeres, los usos y costumbres que perpetúan la discriminación por cuestión de género, el silencio cómplice del entorno o cómo los hijos se convierten también en «víctimas colaterales». Pero las lágrimas derramadas por estas situaciones, lo son también de esperanza confiada en la capacidad organizativa, la fuerza y la resiliencia de las mujeres para romper los círculos de la violencia". De ahí su título
Lágrimas de esperanza, un libro coral que ha visto la luz gracias al empeño y la colaboración de la
Editorial San Pablo.
Para mí es todo un honor formar parte de esta antología que espero contribuya a que cada uno de nosotros, cada una de nosotras, ponga de su parte aunque solo sea un mínimo grano de arena en el largo y complejo camino de sensibilización y trabajo para erradicar del mundo (comenzando por nuestro entorno más próximo) esta terrible lacra social.
Por si os apetece leerlo, aquí dejo mi texto.
Y es que es hora de que dejemos de mirar hacia otro lado.
PECADO DE OMISIÓN
Cae la tarde cuando regresa a su casa del trabajo. En su
calle la espera un revuelo de ambulancias, policía, cámaras de televisión,
vecinos curiosos... A pocos metros de su
portal, entre el bullicio del gentío, acierta a vislumbrar un bulto cubierto
con una fina manta plateada, de esas que usan los servicios de emergencias
cuando acuden a un accidente. Solo que esta vez no ha sido tal. Lo ha sabido en
cuanto vio a la policía tratando de librarse de las cámaras y fotógrafos de
prensa, y a éstos abordando sin piedad a cuanta persona del vecindario se ponía
a su alcance.
Se detiene a una
cierta distancia, al otro lado de la calle, poniendo atención a cuanto se dice
con el fin de averiguar lo que ha
ocurrido exactamente. Aunque el acoso impenitente de la prensa se lo hace
suponer. Aguza el oído mientras los comentarios se suceden entre el rumor del
gentío, afianzando su sospecha
-
Era una pareja de lo más
normal ¡Parecían tan enamorados…| Siempre la llevaba cariñosamente cogida por
los hombros.
-
Nunca la dejaba sola ¡Se les veía muy bien avenidos…!
-
A veces se les oía
discutir. Pero ¡cómo todo el mundo! ¡Normal entre parejas!.
Por si los comentarios no fueran suficientes un golpe de
viento arrastra consigo la manta dejando al descubierto, hasta que el gesto
rápido de un agente de policía la restituye a su lugar, el cuerpo inerte de la
víctima.
Es ella, está segura, la joven vecina que alguna vez se
cruzó saliendo de su casa, siempre acompañada, oculta tras esas grandes gafas
de sol que tantas veces estaban de más.
Muy maquillada en contraste con
la ropa discreta que vestía. Abandonaba el portal cogida de los hombros por su
acompañante, un hombre también joven, atractivo y con don de gentes. Elegante.
Parecía empequeñecerse a su lado para pasar inadvertida, ocultando su mirada.
Con un gesto siempre triste, le pareció más de una vez al cruzárselos. Hubo veces en que se preguntó si serían ellos
los protagonistas de las broncas que en ocasiones escuchaba al otro lado de la
pared de su dormitorio, protegida por el anonimato de la gran ciudad, a pesar
de la proximidad de los portales y de esas finas paredes incapaces de guardar
del todo tu intimidad, de aislarte de lo que ocurre en la vivienda de al lado.
A menudo era muda e invisible testigo de lo que parecían ser arrebatos de celos
incontrolados. Ante su repetición más de una vez pensó en llamar al 016. Pero no llegó a hacerlo nunca. Oía sus voces, las de él, mientras de ella
solo le llegaban oscuros sollozos. Los insultos se alternaban con el choque de
objetos diversos haciéndose añicos
contra el suelo. A veces también golpes contra las paredes y de cuando en
cuando un sonido sordo, como un cuerpo
cayendo a peso muerto. Y después un más que brusco portazo que hacía retumbar
esa fina pared que compartían.
En esos momentos solía tener la tentación de pegarse a la
pared y escuchar lo que ocurría en aquel
piso ajeno, tan próximo y lejano a la vez, que marcaba una insalvable distancia
con aquella mujer desconocida que sufría al otro lado. Contradictoriamente, la
tranquilizaba oír como se deshacía en llanto
hasta quedar exhausta, pues le provocaba la certeza de que, al menos
momentáneamente, el suplicio había terminado. En alguna ocasión estuvo tentada
de golpear con suavidad la pared, de susurrarle que estaba allí, de hacerle
saber que lo había escuchado todo para que sintiera que no estaba sola. Pero le
pesaba la estricta educación recibida, esa que imponía un férreo respeto hacia
los problemas ajenos. “Nunca te metas en peleas de parejas”, le parecía estar
escuchando a su madre. “Lo que ocurre tras la puerta de cada hogar no es cosa
tuya”. Y recuerda entonces a la familia que vivía en su mismo portal cuando era
niña. El marido que noche tras noche
llegaba borracho y propinaba infames palizas a su esposa, y una retahíla de
hijos que aprendieron a esconderse temerosos de los golpes de su padre. Sabía
que no eran los únicos. Había más. Pero
sus padres nunca osaron mediar en aquellas nefastas circunstancias. En
su defensa se podría argumentar que aquellos eran otros tiempos. Pero ahora a
ella, en sus actuales circunstancias, a
menudo le invadía una sensación de remordimiento por no hacer nada. Y hoy,
frente a aquel cuerpo derrumbado en el suelo, ese remordimiento fue aún mayor.
Al día siguiente acudió a su trabajo, como siempre. Sus
preocupaciones le dejaron en su memoria apenas una nebulosa de lo acontecido el
día anterior. Y así durante los días y semanas que continuaron a aquel nefasto
día. Hasta que otro suceso lo alteró todo, de nuevo. Hoy percibe algo diferente
en el ambiente. Le toca guardia en el
recreo de su centro y al salir al patio ve a un grupo de niños y niñas
arremolinados bajo el árbol. Entre sus ramas, abrazado a ellas
fuertemente, un pequeño de ojos tristes llora desconsoladamente. Se acerca a calmarle. Murmura continuamente
entre sollozos: - ¡Quiero que vuelva mi
mamá!
Cuando consigue romper su abrazo y sujetarlo entre sus brazos lo lleva de vuelta
a la clase del pequeño, consciente de que solo su maestra podrá calmarlo
definitivamente.
Al finalizar la jornada vuelve a interesarse por el niño y
su compañera la pone al tanto de su historia.
Hace unos días que sufrió una
gran desgracia. Su madre cayó por la ventana ante sus ojos. Dicen que fue su
padre quien provocó aquella caída. Tenía que conocerlos, vivían en el portal al
lado de su casa. Desde entonces sufre ataques de ansiedad y no puede
concentrarse en las tareas.
Un escalofrío recorre su cuerpo. Nunca imaginó que hubiera un niño tras
aquella pared anónima. Y entonces se preguntó de nuevo que hubiera
sucedido si alguna vez hubiera realizado esa llamada y no hubiera cometido ese
pecado de omisión que ya nunca podrá perdonarse.