Escrito para las Noches poéticas del Centro Marcelo Macías, bajo el epígrafe general de "Mitos y leyendas del 1812". No he podido resistirme a la tentación de crear mi propia historia a partir de los retazos de tantas historias o leyendas surgidas en nuestra ciudad, desde aquellos tiempos a los de mi juventud. ¡Qué la disfrutéis!
DESDE LAS SOMBRAS DE LA NOCHE.
Francisca aceleró sus pasos al pasar frente
al enorme caserón que lucía el antiguo escudo de los Salvadores. Se contaban
muchas cosas sobre aquella casa desde que en 1808, con la llegada de los
franceses a estas tierras, algunos oficiales la tomaran como residencia,
mientras sus tropas peleaban frente a las murallas de Astorga, fieramente
defendidas por sus habitantes: hombres, mujeres, niños...
Y muchas de esas cosas se contaban en
voz baja, entre susurros, con las miradas llenas de miedo y el aliento
entrecortado. Algunas de ellas no eran agradables de oír, así que, aunque
apenas se veían ya franceses en el pueblo, Francisca no podía evitar un
respingo cada vez que pasaba ante esas puertas, y aceleraba el paso en un
inconsciente impulso.
Siguió caminando ligera en dirección a
las huertas del Prao San Juan, donde el resto de la familia aguardaba el
almuerzo, deseando hacer una parada en las duras tareas veraniegas.
El calor se está cebando este año sobre
estos parajes. Y hay quien dice que es la maldición de los franceses. Hace ya
cuatro años que llegaron a estas tierras, hace ya cuatro años que se quedaron.
Y desde entonces – murmuran las malas lenguas – son más crudos los
inviernos y mucho más secos los veranos.
¡Supersticiones! – le dice su tía Andrea. Pero a Francisca le queda siempre una ligera
duda de quien dice la verdad, si Andrea, que es una mujer un tanto adelantada a
sus tiempos, o todos aquellos que viven desde siempre en el pueblo. Aunque tal
vez sea que la memoria es frágil y se
olvida fácilmente lo que aconteció en años anteriores.
Por fin puede la chica desembarazarse
del almuerzo y realizar su escapada matutina. Le encanta trepar a las rocas que
bordean el camino, subir cada vez más alto, intentando acercarse un tantito más
al cielo, a ese cielo azul que luce esplendoroso sobre sus cabezas. Es su
camino hacia la libertad, aunque solo sea por un rato, una libertad que parece
prohibida a las mujeres de estas tierras. Por eso, a veces, a pesar del temor
que le han inculcado hacia los franceses, sueña a menudo con ese país vecino
donde dicen que se hizo una revolución para que hombres y mujeres de todas las
clases sociales, fueran libres y tuvieran los mismos derechos. Aunque ahora mismo es, para ella, uno de esos momentos de libertad. Con su
zagalejo enrollado hacia arriba, dejando libres sus enaguas, avanza con la
agilidad de un gato salvaje en busca de su roca preferida. Esa en la que la
leyenda dice se posó el caballo del patrón Santiago cuando luchaba contra los
moros durante la reconquista de España. Debía ser uno de esos caballos
voladores de los que hablan cuentos y leyendas
- piensa -, pues las
huellas siempre aparecen grabadas mirando hacia el vacío, allí donde se supone tomaba
impulso el animal para afrontar el siguiente salto. Debía ser que Santiago iba
reconquistando España a inmensos saltos de su caballo. Esta zona debió ser
especialmente visitada por el Apostol, porque no es esta la única huella que dicen
procede de su montura en un entorno relativamente próximo.
Francisca agita la cabeza para quitarse
de encima estas ideas, aunque sabe que es ésta tierra de leyendas. Y vuelve sus
ojos por un instante hacia Astorga, que se divisa al fondo elevando sus torres
catedralicias por encima de murallas y tejados.
Allí es aún más ajena esta libertad que ella respira, especialmente en
momentos como este. La ciudad lleva ya dos años rendida a los franceses y,
aunque pareció recobrar la normalidad tras la derrota, la mayoría de sus
habitantes siguen viviendo estos días como tiempos oscuros. También los viven
así los franceses, pues tras el sangriento precio de la victoria, no están
seguros de haber doblegado para siempre a sus habitantes, que tan heroica resistencia
ofrecieron a su asedio. Por eso vigilan muy de cerca sus movimientos, tanto
dentro como fuera del recinto amurallado. No olvidan en ningún momento como
intentaron envenenar a su emperador, en la breve visita que hizo a esta plaza,
y lo rápidamente que se movilizaron para hacerlo.
Las escasas veces que Francisca ha
conseguido, desde entonces, hablar con la familia que vive en la villa, le han
dejado traslucir la suerte que tiene de disfrutar de esta libertad, aunque la
considere pequeña. Durante el día. Pero, sobre todo, también por las noches,
cuando el vecindario puede juntarse abiertamente en esos filandones en los que
comparten risas, juegos, canciones, bailes,... y en los que se van desgranando
todas esas noticias que, pudiendo tener interés, o no, les sirven para mantener
la actualidad de otros lugares y personas.
Y es que en Astorga siguen siendo tiempos
oscuros, como cuando dio comienzo el asedio. Durante las noches apenas algún
farol a la puerta de una casa rompe en sombras la negra oscuridad de las noches
sin luna, mientras desde el adarve de la antigua muralla se atisban brillantes
y blancas las estrellas, ajenas a los ojos de los lugareños, que tienen prohibido
su libre transitar por las calles, tras la caída del sol.
Francisca se ha quedado absorta en estos
pensamientos, ajena al paso del día, hasta que un insistente rayo de sol se
empeña en calentarle la cara en demasía. Calcula por su posición la hora
aproximada y, consciente de que su abuela
estará reclamando impaciente su presencia, encamina sus pasos ligeros
hacia la casa.
Mientras tanto, en Astorga, avanza el
día hasta que por fin llega una calurosa noche veraniega. El intenso calor hace
difícil conciliar el sueño, incluso en la mejores casas, construidas con
gruesos muros. En una de ellas, un grupo de gente se reúne en torno a una
velada. Y es que, a pesar de la prohibición expresa de transitar por las calles
tras la caída del sol, los lugareños han encontrado la manera de burlar la
guardia y reunirse en patios y portalones para hacer más llevaderas las horas
nocturnas.
Precisamente en esta casa, tan próxima
al lugar donde corrió peligro la vida de Bonaparte, comienza a extenderse el
rumor. Un ejército de españoles avanza desde las lejanas tierras de Cádiz,
empujando hacia el norte a los franceses. En muchos lugares, grupos de
voluntarios apoyan su avance, mientras el ejército inglés aporta también armas,
soldados y estrategias. El rumor crece de persona en persona salpicando de
gestas surgidas en otras tierras que han logrado, poco a poco, recuperar su
libertad. Hombres y mujeres hablan en voz baja, muy baja, susurrándose los
hechos llegados allende las murallas. Y una cierta inquietud comienza a
extenderse por el grupo.
Ajenos a la seriedad del momento, los
más pequeños de la casa juegan, en un aparte, a juegos de batallas y de burlas
de franceses, procurando no armar demasiada bulla que llame la atención de la
soldadesca de guardia, algunos de cuyos integrantes son muy jóvenes e
inexpertos y con el gatillo de su mosquetón demasiado fácil.
Esta misma estampa se viene repitiendo,
día tras día, en muchos otros puntos de la ciudad, cada vez con más frecuencia.
Y cada vez son más insistentes los rumores de que un ejército libertador se
acerca.
Esta noche, justo cuando la sombra de la
catedral planea más impresionante sobre los tejados, bajo la clara luz de la
luna, un profundo y repentino silencio interrumpe la conversación, mientras por
el ventanuco abierto se oyen resonar las claveteadas botas de la pareja de
guardia.
A continuación, un profundo suspiro,
como un hondo lamento – casi un estertor – se extiende en el silencio de la
noche, produciendo entre la guardia un revoloteo de mutismos, pasos confusos y
revuelos, mientras temblorosas voces, con marcado acento francés, interpelan
por las vacías calles:
-
¿Quién va?, Qu’il va ici?
La joven Visitación tapa su boca con sus
manos, para que su risa no delate por la ventana abierta la clandestina reunión
de aquella casa, recordando por un instante el susto de su prima Francisca al
oír aquel mismo sonido hace ya algunos años, antes de que se aposentasen en
Astorga los franceses.
Un nuevo y quejumbroso suspiro rompe la
calma de la noche... Y otro... Y otro... Y otro... Todos semejantes. Todos
diferentes.
En la calle, aumenta la confusión entre
los soldados franceses. Dentro, se miran unos a otros divertidos conteniendo
sus risas como pueden.
En un arranque, Álvaro agarra decidido
las manos de su mujer y la lleva hacia la ventana diciéndole bajito:
-
Tú pregúntame en
voz alta que ruido es ese y luego sígueme la corriente.
Manuela le mira sorprendida, pero
asiente con la cabeza.
-
Álvaro, ¿has oído?
¿de dónde viene ese ruido tan espantoso?
-
No te preocupes,
mujer. Dicen los viejos del pueblo que son los lamentos de Pedro Mato, que,
cada ciertos años, pasea su alma por las naves desiertas de la catedral.
-
¿Un fantasma, me
estás diciendo?
-
Algo así. Aunque en
realidad dicen que es su estatua, que cobra vida por las noches para ayudar a
los astorganos cuando presiente que un peligro les acecha. Por eso vigila desde
la torre, por expreso deseo suyo.
-
Entonces, ¿por qué
no nos ayudó cuando nos invadieron los franceses?
-
Tal vez no era el
momento, mujer, o tal vez eran entonces demasiados.
-
No sé que decirte,
Álvaro. Me parece un tanto extraña esta historia.
-
Pues, créetela,
mujer. Yo he sido testigo en anteriores ocasiones de la misma. Mira, ven,
acércate a la ventana y mira fijamente su figura, ¿qué ves?
Hicieron un silencio, mientras el resto de la
audiencia contenía las risas como podían.
-
¿Qué hacemos
contando historias de fantasmas si quienes nos escuchan hablan en francés y
seguramente no se están enterando de nada? – exclama Manuela en un susurro.
-
De lo suficiente,
mujer – contesta el astorgano -. Tú
sígueme un rato más la corriente y veremos lo que pasa.
-
¡Ahora! – clamó Álvaro, elevando la voz para que le oigan bien los franceses. -
¿Has visto como se ha movido?
-
¡Sí! – da un grito Manuela- ¡Ay, Álvaro, qué es verdad lo que decías!
En ese preciso instante se elevó sobre la
noche un nuevo lamento. Inmediatamente, se oyó una carrera desordenada de pasos
que escapaban. En el portalón el grupo
prorrumpió en risas y carcajadas.
-
Estos pobres
desgraciados se han creído de verdad que el lamento de las lechuzas es el alma
castigadora de Pedro Mato.
-
Sí ¡Pobres! Hay que
tener imaginación para creer que lo han visto moverse allá en la torre.
-
¡O mucho miedo! Y
las nubes deslizándose ante la luna llena han ayudado, dándole a la estatua
sensación de movimiento.
Hay quien aún continúa con sus risas.
-
¡Pobres chicos! – dice Teresa en un arranque de piedad - ¡Qué culpa tienen ellos
de que se los hayan llevado a la guerra siendo aún unos niños!
-
¡No te pongas
sentimental! – le contesta
alguien -. No dejan de ser el enemigo. Y pueden convertirse en nuestra mejor
baza para preparar el camino a los que llegan.
-
Pues no entiendo
cómo asustar a unos niños puede ser la baza de nada – protesta aún Teresa medio enfadada.
-
Tranquilízate,
mujer, ¿cuál es nuestro objetivo? Echar de nuestras tierras a los franceses ¿no? Recobrar de una vez
por todas la libertad perdida y que nos gobiernen nuestras propias gentes en
vez de gentes extrañas. Pues bien, si desde dentro realizamos pequeñas
escaramuzas y hacemos correr la voz de que es Pedro Mato quien está detrás de
todo ello, tal vez cunda el pánico entre estas jóvenes tropas y , cuando
lleguen los nuestros será más fácil que,
entre todos, podamos derrotar al enemigo.
Volvió la noche al cuchicheo. Todos los
hombres de aquella casa, y algunas de las mujeres, trazaron planes para
desgastar de esta forma al enemigo y poner a flor de piel sus nervios.
A partir del día siguiente, las mujeres en el
mercado, en los lavaderos, en las fuentes, comenzaron a correr el rumor de que
el alma de Pedro Mato rondaba de nuevo por la Seo, mientras contaban imponentes
hazañas del pasado. El calor que seguía reinando durante las horas nocturnas
ayudaba, extendiendo por doquier el sonido de la respiración profunda de las
lechuzas. Y también la luz de la luna, creando juegos de luces y sombras con
las nubes provocadas por el calor de las jornadas.
También la actitud de los hombres favorecía
este clima, pues se volvió misteriosa en las tabernas, en los lugares de
reunión, en los trabajos.
Al mismo tiempo, y siempre de noche,
comenzaron a producirse pequeñas escaramuzas en diversos puntos de la ciudad. Y
siempre los soldados llegaban a tiempo de ver escabullirse entre las sombras a
una única figura masculina, vestida a la misma usanza del hombre que coronaba
aquel pináculo catedralicio. Ora aquí, ora allá, ...
Y, de vez en cuando, una risa profunda
rasgando la quietud de las sombras nocturnas.
Varios días, varias semanas incluso, duró el
asedio del “fantasma”. Habían dejado de oírse esos hondos lamentos que pusieron
en marcha los rumores. Pero fueron sustituidos por las risas burlonas y
profundas que se oían tras la desaparición de unos víveres, del robo de algunos
mosquetones, de la pólvora, de algunos enseres pertenecientes a la tropa, e
incluso de la desaparición de algún que otro soldado. Sus ánimos comenzaban a
mostrarse muy alterados. Cada día en mayor medida se negaban a hacer rondas de
noche, se volvían suspicaces durante el día, e incluso llegó a producirse
alguna que otra deserción.
La gente del lugar no ayudaba a calmar la situación.
Antes al contrario, soliviantaban aún más sus ánimos, observándolos con caras
de sarcasmo cuando se cruzaban con ellos, haciendo corrillos desde los que
susurraban continuamente.
Los nervios estaban a flor de piel. Ante esta
situación, que se estaba volviendo insostenible, el general de la plaza convocó
urgentemente a todos sus oficiales para darles la orden expresa de que cortaran
de raíz e ¡inmediatamente! tales
circunstancias. A uno de los tenientes se le ocurrió una idea. Convocó a todo
un batallón y lo llevó esa noche a las proximidades de la catedral, con las
armas cargadas y listas para disparar. Los situó a todos justo debajo de
aquella imagen que se recortaba, imponente, contra el cielo, en aquella clara
noche de luna llena. Y obligó a los hombres a no perder de vista la figura para
demostrarles que solo su imaginación le daba vida a aquel muñeco.
Pasaron los minutos. Los soldados no perdían
de vista a Pedro Mato. Entonces una nube cubrió la estatua y uno de ellos
gritó:
“Il vivre” “Il est vive”
Un murmullo comenzó a extenderse entre las
filas de soldados junto a un movimiento casi imperceptible. Antes de que se
produjese la desbandada, el teniente ordenó a la tropa apuntar y disparar. Su intención era demostrarles que aquello no
estaba vivo, o, en caso de que lo estuviese – cosa harto improbable – acabar
con su vida para siempre.
Pero algunos de los disparos impactaron en la
mano de Pedro Mato, arrancando con ello uno de sus dedos, que cayó pesadamente
al suelo.
El dedo golpeó a uno de los soldados, que
cayó instantáneamente muerto, provocando a su alrededor una explosión de sangre
que cubrió a otros compañeros que se
encontraban próximos a él. Una cierta histeria se apoderó de la tropa y algunos
de ellos se desmayaron de la impresión, cayendo también al suelo.
La desbandada fue general. Comenzaron los
gritos y carreras
-
¡Con un dedo ha matado a cuatro!
-
¡No, no, que
han sido ocho!
Entre las sombras de la noche, algunos
maragatos, con el sombrero característico, aumentaban el desconcierto entre la
soldadesca, añadiendo a sus gritos espeluznantes risas y anuncios de que aún
era mayor el número de los muertos. SONABA A VENGANZA.
Ningún soldado se detuvo a recargar su
mosquetón y dispararlo hacia las sombras. Todos, sin excepción salieron en
desbandada dejando incluso abandonados el cadáver de su compañero muerto y los
cuerpos de los desmayados.
Esa noche se produjeron multitud de
deserciones y, entre los que se quedaron , fue muy difícil mantener la moral
alta y la disciplina.
A los pocos días llegó el ejército español
que, tras varias jornadas de asedio, rindió la plaza y la recuperó de nuevo
para el gobierno propio.
Y la mañana del 19 de agosto de aquel año de
1812, salieron de Astorga los franceses. Derrotados, cabizbajos, mirando de soslayo
esta figura con traje maragato que había
tenido gran parte de culpa en su derrota y que parecía despedirse de ellos con
irónica sonrisa, sin uno de sus dedos en la mano.
Han pasado ya unos días. La ciudad vuelve a
la calma y a la rutina. Por doquier se trabaja para eliminar lo antes posible
los rastros del último asedio sufrido.
Manuela platica con su joven prima Francisca
que ha venido a echar una mano. Sentadas a la puerta de la casa, le cuenta el
revuelo que organizaron entre el ejército francés a costa del sonido de la
lechuza, el mismo que también a ella le había procurado tanto temor la primera
vez que lo escuchó.
Ríen felices. A pesar de la destrucción
corren nuevos aires para la ciudad. Y pronto, muy pronto, constituirán el
primer ayuntamiento elegido por el pueblo.
Corren aires de cambio y de libertad para
España. Y Astorga y su gente han aportado para ello su “pequeño” grano de
arena, del que Pedro Mato seguirá siendo guardián por los tiempos de los tiempos.
Escrito en Castrillo de
los Polvazares
22 de agosto de 2012