Valdepeñas. Tarde
calurosa de septiembre que se masca entre la tierra roja que acoge los viñedos.
Aún duerme la villa la resaca de la fiesta que llenó la noche de cante y vino,
mientras a retazos se prepara, perezosa, para continuarla en la arena de la
plaza.
Tarde de toros, de calor y de sofoco.
Es la primera
vez. Su primera vez. Se deja arrastrar hacia allí a empujones de la cortesía. Y
también, por qué no reconocerlo, por pellizcos de curiosidad. En el graderío de sombra, el
calor se hace llevadero entre un ambiente acogedor y risueño de peñas que se
pasan, entre gritos, la bota de vino, las gambas y el jamón, aparentemente
descuidados de lo que ocurre en el coso. Las explicaciones que le brindan sobre
lo que allí está sucediendo hacen que comprenda su enorme equivocación.
Allá abajo, en el
ruedo, toro y torero coreografían un baile de vida y muerte, el lejano colorido
del traje de luces enlazando danzantes figuras alrededor de una enorme y oscura
mancha precedida por dos cuernos.
De vez en cuando la
arena queda envuelta en un pesado silencio solo roto por algún bufido del toro
y el golpear de sus pezuñas contra el suelo. Hasta que un vocerío lo invade
todo lanzando desde la grada gritos de aliento para el torero, mezclados con abucheos de quienes no son, precisamente, sus
más fieles seguidores. También en la lidia, como en el fútbol, cada espectador
tiene sus preferencias que manifiesta acaloradamente frente al resto. Y el
silencio vuelve cuando el diestro se
planta ante el toro con su estoque.
Entonces, hombre
y bestia parecen mirarse fijamente, midiendo sus fuerzas, calculando las
distancias. Se inclina el diestro ligeramente hacia adelante, aupándose sobre
la punta de sus pies enfundados en leves manoletinas. Alza su brazo, calculando la jugada y, antes
de que el animal embista, defensivo, le ensarta el acero en su cruz, hasta la guarda. Tambalea herido de muerte el
toro, dobla sus patas sobre la arena, mientras una mancha oscura y pegajosa
extendiéndose en el ruedo hace más grande la silueta con que marca su
presencia.
Unos segundos
para el silencio y luego una explosión de algarabías que tapa el estertor, el
último bramido del perdedor de la batalla, mientras los espontáneos alzan al
torero en paseíllo y una pareja de mulas tira del animal muerto hacia el
desolladero.
La corrida ha
terminado. Alegría, color y fiesta para el hombre. Solo oscuridad y silencio
para el toro que, de pronto, es perseguido por un círculo de moscas en torno a
sus ojos abiertos pero ciegos, celebrando la pegajosa sanguinolencia de su
muerte.
Acabó la fiesta. Y
un sabor agridulce invade el final de esta primera vez que, le es fácil
adivinar, será también la última.
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