Tenía, la noche de Reyes, el dulce encanto de la inocencia infantil con que era esperada a lo largo del año. La precedía un ambiente de magia, de entradas y salidas, de cuchicheos, ..., un sospechar y un por si acaso que se prolongó durante años llenando de ilusión las fiestas navideñas. Hoy, las tres mágicas figuras parecen desvanecerse ante el mediático impulso de la oronda figura de un personaje también mediáticamente vestido de rojo, como el producto que lo puso de moda, con la disculpa de que no hay tiempo para disfrutar los regalos. ¿Tiempo? hay todo el tiempo del mundo. Otro largo año antes de la próxima visita dadivosa, pero rota ahora por cumpleaños, finales de curso, santos, y otras y diversas disculpas peregrinas para llenar el ansia consumista con que los mayores empujamos a los pequeños hacia el futuro.
A pesar de esta invasión de "hombrecillos colorados" a mí me siguen gustando los Reyes, que para eso son tres, como tantas otros elementos que nos hablan de lo mágico y de lo sagrado, pero también de la buena suerte. Suerte con la que ojalá consigamos afrontar el próximo año. Y como un reclamo para la misma, aquí os dejo este relato de Reyes que espero os entretenga un rato.
NOCHE DE REYES.
Paula, como siempre, esperaba ansiosa la llegada de la noche de Reyes. Era la fecha que más le gustaba de toda la Navidad.
No era una niña especialmente caprichosa y sus deseos infantiles eran fáciles de contentar. Pero le gustaba sobre todo esa magia que flotaba en su casa en torno a ese día. Emocionados, los tres hermanos se iban pronto a la cama y al día siguiente la emoción de los regalos les hacía madrugar más que nunca para ver que sorpresas recibían. Acudían presurosos a la sala donde los Magos depositaban su cargamento y acto seguido saltaban a la cama de sus padres que, justo ese día, parecía que no tenían prisa por levantarse.
Este año el ritual ya se había completado. La última cena especial de las navidades, la preparación de la bandeja de turrones caseros y otras delicias para que los Reyes pudieran reponer sus fuerzas junto a las tres copas y la botella de coñac (que su hermano, algo mayor que ella, se empeñaba en marcar para comprobar si en verdad habían estado allí y habían respondido a su hospitalidad, pues sus padres no bebían ni gota y por tanto no podían ser ellos los que reducían el nivel de la botella)... Y, por último, sacar brillo a sus mejores zapatos que eran depositados con mimo junto a la ventana para que los viajeros de Oriente supiesen con seguridad donde debían dejar cada regalo.
Y una vez terminados todos los preparativos ya estaban los tres metidos en la cama.
Fue en ese mismo momento, cuando estaban a punto de apagar la luz de la habitación, que sonó el timbre de la puerta.
Era María, su vecina de la derecha, que venía a darles las buenas noches y a desearles unos felices reyes. María les quería mucho y, sobre todo las dos niñas, pasaban a menudo horas en su casa haciéndola compañía y escuchando sus historias. Por eso, cuando entró en el dormitorio, le pidieron un cuento antes de dormirse. Y la historia que ella compartió con los niños fue la siguiente:
“Cuando yo tenía más o menos vuestra edad a veces pasaba las Navidades en casa de mis tías, sobre todo la noche de Reyes. Me acuerdo especialmente de un año en el que me quedé. Como vosotros me fui temprano a la cama a pesar de que yo quería quedarme para saber como eran los Reyes. Entonces mis tías me dijeron que ellos no entraban jamás en las casas si sabían que los niños estaban despiertos y que, por lo tanto, corría el peligro de quedarme sin regalos si llegaban a sospechar siquiera que pudiera estar despierta.
Yo no me lo creí mucho, pero me fui a la cama y me hice la dormida. Al poco tiempo todas las luces de la casa se apagaron y se hizo el silencio. Sin quererlo me quedé dormida, pero los nervios impedían que mi sueño fuera profundo y en un momento determinado de la noche me despertaron ruidos y voces en la casa. Convencida de que eran los Reyes Magos que estaban colocando mis regalos, me levanté sigilosamente para verlos. Todo mi afán era saber como eran en realidad, si sus trajes eran tan lujosos como nos decían, si de verdad llegaban montados en camellos y, sobre todo, si Baltasar – que era mi rey preferido – tenía la piel tan negra como el azabache o sólo color de chocolate”.
Los tres niños escuchaban el relato de María sin pestañear y, llegados a este punto y ante la pausa que su narradora favorita había hecho en la historia, Andrea, la hermana menor de Paula, le preguntó emocionada:
- Y los viste de verdad? ¿Cómo eran?
“Pues no lo sé – contestó ella lejanamente pensativa -. En ese momento sentí un golpe en la cabeza y me desvanecí. Al día siguiente desperté en mi cama con un fuerte dolor de cabeza. Mis tías me zarandeaban diciéndome que los Reyes Magos habían depositado sus regalos en la habitación de al lado.”
- ¡Qué historia más tonta! – dijo el hermano de Paula-. Seguro que no es verdad.
- Bueno – contestó María - allá tú si no lo crees.
Les dio las buenas noches a los niños y se volvió a su casa.
Paula, que habitualmente no era miedosa para nada, se quedó inquieta tras el relato de María. Había albergado la secreta intención de espiar la llegada de los Reyes esa noche. Se hacía mayor y le llegaban ciertos rumores de otros niños que ella quería comprobar por sí misma.
Pero tras el relato de su vecina, esa noche, cuando definitivamente se preparó para dormir, un impulso hizo que se cubriera con el embozo de la sábana hasta más arriba de su cabeza, y apretó bien fuerte las manos sujetándola, no fuera a ser que le ocurriera lo mismo que a María.
Así, durante varios años después, cada vez que llegaba esa noche, repetía la misma operación en la oscuridad del dormitorio. Conocía ya a ciencia cierta el origen de los Magos, pero aún le quedaba en su inconsciente – todavía cargado de inocencia – un resquicio de ...
“... POR SI ACASO.”
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