La Concejalía de Cultura de Astorga, de la cual soy responsable en esta legislatura, acaba de poner en marcha un nuevo programa para recuperar la memoria de esos personajes entrañables que se han paseado por la historia más cotidiana de nuestro municipio, llenando de anécdotas y de referencias la vida de muchas de las personas que nacieron, nacimos, en él durante el pasado siglo.
Un estupendo proyecto que busca la participación ciudadana, porque su memoria está en el espíritu de la ciudad y de todos, todas, cuantos la habitamos.
Os dejo aquí su enlace para que os informéis del mismo y, si os apetece, podáis participar.
Naturalmente, como organizadora de dicho proyecto, yo no voy participar en el mismo ni proponiendo ni escribiendo sobre ninguno de los personajes que por fin salgan elegidos, pero sí que quiero dejar en mi blog personal, una referencia (en este caso literaria) a uno de esos personajes que hasta hace bien poco fue una referencia en todo Astorga, hasta tal punto que se le conocía por su nombre de pila y, a nombre de apellido, el de su profesión. Habrá quien me lo haya oído contar. Ahora lo dejo aquí escrito, como homenaje a esa persona cuyo nombre no hago público por no dar pistas, pero que seguro que estará en la memoria de mucha gente.
cosas de niños.
Sólo
alcanzaba a ver un par de zapatos masculinos con cordones, (nunca ha
conseguido recordar muy bien si eran marrones o negros), ni siquiera el
bajo de los pantalones que los acompañaban.
Allí,
bajo la mesa camilla cubierta con unas tupidas faldas de invierno, se había
parapetado huyendo de la tan temida aguja.
El miedo la hacía acurrucarse hasta casi confundirse con el suelo de
madera y, aunque se mantenía en completo silencio, su corazón latía tan fuerte
que estaba segura de que acabarían oyéndola. Para evitarlo, procuraba contener
todo lo posible la respiración, mientras mantenía en su mano, apretado con
fuerza, hasta casi hacerse daño, un tenedor como única arma defensiva.
- Hace
un momento estaba aquí -, oyó como le decía su madre al practicante, y
escuchó sus llamadas y sus pasos recorriendo la casa en su busca. De vuelta a
la salita, donde el sanitario preparaba sus bártulos, es imposible saber si fue
el fuerte latir de su corazón o más bien la intuición materna la causa de su
descubrimiento. Pero, de pronto, las faldas de la mesa desaparecieron a
instancias de unas manos, y ella quedó al descubierto.
-
Aquí está -, dijo su madre.
Dos cabezas asomaron bajo la mesa y unos
brazos trataron de arrastrarla hacia el exterior.
-
Vamos, tontita, si no es nada. Sólo un pinchacito del que no te vas ni a
enterar.
Consiguió escapar por la parte de atrás de la
mesa y se parapetó detrás de ella,
esgrimiendo el tenedor hacia el practicante.
-
¡Si te acercas, te pincho! -, amenazó convencida del poder de su
arma.
Los
dos adultos se miraron con un gesto de asombro sin llegar a imaginar de donde
toma la niña su impulso atacante, ella, habitualmente tan pacífica. Pero acaban
riéndose ante la actitud defensiva que
asume frente a lo que considera un enorme peligro amenazante para ella.
Durante
unos instantes, la situación parece un juego de pillar... escudándose siempre
tras la mesa, lanzando a diestro y siniestro estocadas de tenedor que se
pierden en el vacío, mientras su madre y el practicante tratan de sujetarla sin
hacerle daño. Pero, durante un rato, consigue siempre escurrirse de su abrazo.
Por
fin, acorralada en una esquina, consiguen arrebatarle “tan terrible arma” y
proceder al doloroso atentado contra su cuerpo, no sin antes tener que evitar
un último intento para soltarse, esta vez sin otra arma que las insistentes
patadas lanzadas por sus menudas piernas.
Es pequeña, apenas tendrá 6 o 7
años, pero se defiende como una leona protegiendo a sus cachorros. Ni ella ni
su madre consiguen saber de dónde le viene ese desmesurado horror a las agujas.
Nunca ha estado enferma, y sólo ha pasado por las vacunas de rigor. Pero el
terror está ahí, presente, ineludible, a pesar de la cercanía personal del
practicante que es también vecino y la trata a menudo, pues también tiene hijas
de su edad.
Cuando por fin se enfrenta al ataque
de la inyección inevitable, contiene las lágrimas con obstinación, sintiendo más rabia que dolor, y castiga al atacante
con la más dura y altiva de sus
miradas. Después se refugia en su
cuarto, ajena al consuelo solícito de su madre, que por un momento se ha
convertido también en su enemiga. Y permanece acurrucada un buen rato todavía,
después de haber oído como la puerta se cerraba tras el practicante y la casa
recobraba, de nuevo, su habitual
quietud.
Con los años, alguna vez más tuvo
que pasar por el proceso de ser pinchada – no muchos ¡a Dios gracias! -, y,
aunque controlada, no pudo librarse nunca de la aprensión a la aguja, hasta el
extremo de ser incapaz de mirar cada vez que una penetraba en su cuerpo. Y, sin
embargo, cuando recuerda el episodio de su infancia, no recuerda la sensación
de la jeringuilla penetrando en su carne, sino más bien la especie de azote que
aquel practicante le daba con dos dedos antes de cada pinchazo. Dolía más que
el propio aguijonazo, y aún es capaz de recordarlo con tal claridad, que
incluso, si la apuran, podría decir que vuelve a sentirlo.
También
se recuerda a sí misma, pequeña, con un reducido tenedor en su mano amenazante,
enfrentándose valiente al causante de su miedo, y no puede por menos de esbozar
una sonrisa ante tan ridícula imagen, y pensar:
¡Cosas
de niños!
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