Reconozco que una de mis mayores fuentes de inspiración ha sido siempre el mar, aunque no en todas las ocasiones se haya traducido exactamente en un texto, ya fuera relato o poema. A veces, queda simplemente en momento de simple reflexión, en divagaciones del pensamiento que pueden o no fructificar. Pero en ocasiones, surgen pequeñas situaciones que se convierten en regalos, en pequeñas joyas de instantes que compartir con los demás. Sin haberlo buscado, solo por casualidad, como casualidad fue la anécdota que el pasado fin de semana fue el germen de este breve relato. ¡Qué lo disfrutéis!
El sol jugaba tímidamente al escondite entre las nubes. Ahora caliento... Ahora me escondo...
Mientras, entre las rocas, el mar lanzaba olas blancas sobre el verde tapiz que las cubría, en una marea que subía lenta pero imparable.
Mónica se dejaba acariciar por la brisa de la tarde recostada en la orilla, como pequeña sirena de cuento lanzando melosa su mirada al acerado mar, perdidos sus pensamientos entre ensoñaciones y espumas.
Nada se oía más allá del golpe de las olas rompiéndose en las rocas, cuando una voz llegó hasta sus jóvenes oídos:
- ¡Hooola, estamos buscando diamantes! - llegó hasta ella la voz de un niño, quizá un par de años más joven que ella. Mónica se volvió hacia él, le sonrió y agitó su mano a modo de saludo.
El mar seguía subiendo cuando, después de un rato, una mancha roja invadió el campo de visión de la pequeña sirenita. El niño se acercó hasta ella , decidido:
- ¡Toma! Estos diamantes son para ti - y le entregó una bolsita transparente con pequeños cuarzos brillantes rescatados de entre las grandes y grises rocas marinas, mientras trotaba juguetón en la misma dirección de la que había aparecido.
- ¡Gracias! - apenas le dio tiempo a Mónica para reaccionar. - Pero, dime ¿cómo te llamas? - elevó la voz por encima del canto de las olas.
Y como un eco le llegó de lejos - ¡Eneko, me llamo Eneko! - mientras la figura infantil desaparecía definitivamente entre las rocas.
Mónica dejó que el mar mojase sus pies mientras sonreía, las pequeñas piedrecillas brillando entre sus manos, aunque seguramente no tanto como habrían de brillar bajo los rayos de la luna llena.
Al fondo, entre el azul acero de aquel mar del norte y el pálido azul del cielo, los veleros se deslizan hacia el horizonte, infladas sus velas por la misma brisa que abraza el vuelo de las gaviotas, la misma que se lleva - como el recuerdo de un primer encuentro - los nombres de Mónica y de Eneko bordados en las olas.
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