sábado, 27 de noviembre de 2010

ELOGIO A LA MUJER BRAVA, de Héctor Abad.

Una amiga me envió este texto del escritor Héctor Abad. Me gustó mucho. Refleja muy bien lo que yo llevo pensando mucho tiempo, sobre todo desde que la oleada de reflexiones y actitudes machistas parecen invadir cada vez más nuestro día a día, y muy especialmente  en todos los sectores en los que la mujer - por fin - empieza a destacar. 
Ójala hubiera muchos más hombres que pensaran como Héctor Abad. Y más de una mujer también.  si así fuera, otro gallo nos cantaría. Os lo transcribo, tal cual me ha llegado.
Gracias, Yolanda, por hacérmelo llegar. 

Elogio a la mujer brava
abad-hector
Por Héctor Abad


Estas nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro machista que llevamos dentro, son las mejores parejas.
A los hombres machistas, que somos como el 96 por ciento de la población masculina, nos molestan las mujeres de carácter áspero, duro, decidido.Tenemos palabras denigrantes para designarlas: arpías, brujas, viejas, traumadas, solteronas, amargadas, marimachas, etc. En realidad, les tenemos miedo y no vemos la hora de hacerles pagar muy caro su desafío al poder masculino que hasta hace poco habíamos detentado sin cuestionamientos. A esos machistas incorregibles que somos, machistas ancestrales por cultura y por herencia, nos molestan instintivamente esas fieras que en vez de someterse a nuestra voluntad, atacan y se defienden.
La hembra con la que soñamos, un sueño moldeado por siglos de prepotencia y por genes de bestias (todavía infrahumanos), consiste en una pareja joven y mansa, dulce y sumisa, siempre con una sonrisa de condescendencia en la boca. Una mujer bonita que no discuta, que sea simpática y diga frases amables, que jamás reclame, que abra la boca solamente para ser correcta, elogiar nuestros actos y celebrarnos bobadas. Que use las manos para la caricia, para tener la casa impecable, hacer buenos platos, servir bien los tragos y acomodar las flores en floreros. Este ideal, que las revistas de moda nos confirman, puede identificarse con una especie de modelito de las que salen por televisión, al final de los noticieros, siempre a un milímetro de quedar en bola, con curvas increíbles (te mandan besos y abrazos, aunque no te conozcan), siempre a tu entera disposición, en apariencia como si nos dijeran “no más usted me avisa y yo le abro las piernas”, siempre como dispuestas a un vertiginoso desahogo de líquidos seminales, entre gritos ridículos del hombre (no de ellas, que requieren más tiempo y se quedan a medias).
A los machistas jóvenes y viejos nos ponen en jaque estas nuevas mujeres, las mujeres de verdad, las que no se someten y protestan y por eso seguimos soñando, más bien, con jovencitas perfectas que lo den fácil y no pongan problema. Porque estas mujeres nuevas exigen, piden, dan, se meten, regañan, contradicen, hablan y sólo se desnudan si les da la gana. Estas mujeres nuevas no se dejan dar órdenes, ni podemos dejarlas plantadas, o tiradas, o arrinconadas, en silencio y de ser posible en roles subordinados y en puestos subalternos. Las mujeres nuevas estudian más, saben más, tienen más disciplina, más iniciativa y quizá por eso mismo les queda más difícil conseguir pareja, pues todos los machistas les tememos.
Pero estas nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro machista que llevamos dentro, son las mejores parejas. Ni siquiera tenemos que mantenerlas, pues ellas no lo permitirían porque saben que ese fue siempre el origen de nuestro dominio. Ellas ya no se dejan mantener, que es otra manera de comprarlas, porque saben que ahí -y en la fuerza bruta- ha radicado el poder de nosotros los machos durante milenios. Si las llegamos a conocer, si logramos soportar que nos corrijan, que nos refuten las ideas, nos señalen los errores que no queremos ver y nos desinflen la vanidad a punta de alfileres, nos daremos cuenta de que esa nueva paridad es agradable, porque vuelve posible una relación entre iguales, en la que nadie manda ni es mandado. Como trabajan tanto como nosotros (o más) entonces ellas también se declaran hartas por la noche y de mal humor, y lo más grave, sin ganas de cocinar. Al principio nos dará rabia, ya no las veremos tan buenas y abnegadas como nuestras santas madres, pero son mejores, precisamente porque son menos santas (las santas santifican) y tienen todo el derecho de no serlo.
Envejecen, como nosotros, y ya no tienen piel ni senos de veinteañeras (mirémonos el pecho también nosotros y los pies, las mejillas, los poquísimos pelos), las hormonas les dan ciclos de euforia y mal genio, pero son sabias para vivir y para amar y si alguna vez en la vida se necesita un consejo sensato (se necesita siempre, a diario), o una estrategia útil en el trabajo, o una maniobra acertada para ser más felices, ellas te lo darán, no las peladitas de piel y tetas perfectas, aunque estas sean la delicia con la que soñamos, un sueño que cuando se realiza ya ni sabemos qué hacer con todo eso.
Los varones machistas, somos animalitos todavía y es inútil pedir que dejemos de mirar a las muchachitas perfectas.. Los ojos se nos van tras ellas, tras las curvas, porque llevamos por dentro un programa tozudo que hacia allá nos impulsa, como autómatas. Pero si logramos usar también esa herencia reciente, el córtex cerebral, si somos más sensatos y racionales, si nos volvemos más humanos y menos primitivos, nos daremos cuenta de que esas mujeres nuevas, esas mujeres bravas que exigen, trabajan, producen, joden y protestan, son las más desafiantes y por eso mismo las más estimulantes, las más entretenidas, las únicas con quienes se puede establecer una relación duradera, porque está basada en algo más que en abracitos y besos, o en coitos precipitados seguidos de tristeza. Esas mujeres nos dan ideas, amistad, pasiones y curiosidad por lo que vale la pena, sed de vida larga y de conocimiento.  
¡Vamos hombres, por esas mujeres bravas! 
Oro por que mi HIJA sean de éste maravilloso grupo y encuentren hombres que sepan apreciar a esta clase de nuevas mujeres !!!
Sobre Héctor Abad: 
Héctor Abad nació en  Medellín, Colombia, en 1958. Cursó estudios de medicina, filosofía y periodismo, todos inconclusos. Tras vivir en México, marchó a Italia, licenciándose en Lengua y Literatura Modernas. Vuelto a Colombia, su padre (médico defensor de derechos humanos y fundador de la que ahora es la Facultad de Medicina) fue asesinado por un grupo paramilitar, y él, amenazado de muerte, por lo que marchó primero a España y luego a Italia, donde estuvo cinco años siendo profesor de Español en la Universidad de Verona. De vuelta a su país, fue director y editor de la Revista Universidad de Antioquia. Trabaja como traductor y crítico literario, y colabora con periódicos tales como Cambio y El Malpensante, residiendo actualmente en Bogotá.

jueves, 11 de noviembre de 2010

El silencio de los gorriones.

Hace un par de días, buceando en otro de esos blogs en los cuales me sumerjo de vez en cuando, me encontré con el comentario de alguien que - como yo hice en su día - se quejaba de las podas salvajes a las que someten a nuestros árboles fuera de tiempo. En este caso parece que con la firme intención de privarnos del placer que supone para los sentidos (al menos para muchas personas como yo) el imparable avance del otoño. Esa riqueza cromática invadida por los tonos dorados de las hojas secas, el entrañable sonido de los pisadas enredándose entre ellas, y, tal vez, el gorjeo de los últimos gorriones que buscan refugio entre sus ramas aún no desnudas del todo. Pero ante la sangrienta tala que los deja mutilados más que desnudos, ¿adonde habrán de ir a refugiarse esas bandadas que cada vez son más escasas?
Después, la audición de  un programa especializado en medio ambiente me confirmó la realidad de cómo efectivamente están desapareciendo año a año estos pájaros que parecen haber abandonado ya para siempre sitios tales como Alemania y Francia. Escucho también que un experto auguró que si las abejas desaparecieran de nuestro planeta los seres humanos tardaríamos apenas cuatro años en ver destruido nuestro mundo, ya que de ellas depende un aspecto tan fundamental como la polinización de las plantas que dan vida a nuestro planeta y a todos los seres que en el mismo habitamos. Y cada día desaparece alguna especie de esos pequeños pero importantes insectos.
Mis conocimientos sobre la naturaleza y su evolución no alcanzan a saber cuanto de verdad hay en todas estas afirmaciones, ni hasta que punto son o no catastrofistas. Lo único que sé es que me siento a disgusto con esos cambios que van introduciéndose en nuestra vida, día a día, aniquilando las sensaciones ligadas a los ciclos de la naturaleza. 
Y al hilo de la situación de los gorriones recuerdo algo que me pasó hace ya algunos años en tierras vascas. Nos habíamos desplazado desde la pequeña localidad de Hondarribia hasta el pueblo de San Juan de Luz, ya en tierras francesas. Nos acogió el atardecer sentados en el murete del paseo que miraba al mar. Serían apenas las seis de la tarde (era un día de comienzos de primavera) y de pronto todo pareció sumirse en el silencio más desolador. No se oían risas infantiles, ni el vocerío juvenil propio de las pandillas. Y de pronto nos dimos cuenta de que hasta el sonido de los pájaros se había acallado. Fue como si de repente el sonido de la vida se hubiera desconectado del todo. Llegamos de nuevo a Hondarribia tras un corto trayecto en el pequeño barco que hace la ruta diaria. y fue poner el pie en el malecón y el aire se llenó del sonido de las risas y los gritos infantiles que acompañaban a los juegos y carreras, de las bromas de chicos y chicos enredándose a lo largo del paseo. Y el gorjeo de los pájaros, muchos pájaros, no sé si gorriones o de otra clase, pero pájaros al fin y al cabo. Pero era de nuevo el canto de la vida. Y por eso no hago más que preguntarme adonde irá a parar toda esa alegría si nos roban los árboles, y con ellos el otoño, y con ellos... tantas cosas!.

martes, 9 de noviembre de 2010

La novia: la inolvidable experiencia de una gran obra teatral en un pequeño teatro de cámara.

Surgió de repente. Entre las primeras oscuridades de estas recién estrenadas noches de otoño. En una pequeña calle no muy lejos de la Plaza de Atocha y el Centro de Arte Reina Sofía. Imperceptible casi, escondido tras un pequeño letrero y un vieja puerta de una de esas casas tradicionales de tres o cuatro pisos que un día fueron seguramente "corrales de vecinos" y que aún quedan en el Madrid más castizo. Allí estaba, escondido, el Teatro de Cámara Chejov. Sin pretensiones, humilde en su presencia pero gigante en su contenido.

Tras llamar a la puerta, aún cerrada al público, nos recibieron en el vestíbulo del viejo caserón, holl improvisado de un coquetón teatro que nos esperaba tras un pequeño patio, próximo, cercano a la vez que inmenso. Pronto apareció él, Antonio Gutiérrez, con sus ochenta años de experiencia y de maestría sobre las tablas, niño de la guerra, conocedor directo de Eisenstein, amigo y colaborador de Tarkovsky seguidor de la escuela de Stanislavski, largamente premiado y reconocido en Rusia y otros lugares y sin embargo, calladamente entregado a su labor teatral en este pequeño teatro fruto de su ilusión y de su empeño, tan cercano, tan próximo, recibiéndonos con un beso en la mejilla y un cálido apretón de manos, agradeciendo nuestra visita a este lugar de culto desde donde comparte desde hace casi treinta años la labor de toda una vida. 
Y luego llegó la obra. Una emocionante adaptación teatral de "La novia", relato de Antón Chéjov  que llegó hasta nosotros desde la cercanía de un patio de butacas que partían del mismo nivel del escenario, haciéndonos sentir con ello la cercanía de los sentimiento que los personajes pretendían transmitirnos, contagiándonos con su emoción, con sus miedos, con sus arrebatos de alegría..., sobre todo a través del personaje de Tania, una joven novia de 23 años, que ayudada por las palabras de Sascha, descubre que su vida puede ser algo más que casarse y decide anular la boda para irse a estudiar a San Petersburgo. Una obra con casi un siglo y medio de edad que, sin embargo, nos ofrece un discurso tremendamente actual: la necesidad de vivir por sí mismo, de estudiar para descubrir los caminos de la propia vida. También, y sobre todo, para las mujeres.
La interpretación, todo un logro que consiguió captar la atención (al menos la mía) a pesar del intenso y agotador día que nos había llevado de exposición en exposición.

Una experiencia inolvidable para quienes aman el teatro, pero seguramente también para quienes puedan acudir al mismo sólo en aras de la curiosidad. Un descubrimiento, tanto la obra como la pequeña pero hermosa sala, que merece la pena tenerse en cuenta por quienes aún disfrutan de verdad del arte dramático.

martes, 2 de noviembre de 2010

Sorpresa en el monte. (Relato)

Hace unos días estuve hablando con el grupo de voluntarias que en los últimos meses colaboran con la perrera de Astorga, en una difícil y hermosa tarea de atención a estos nobles animales, procurándoles compañía y un nuevo lugar que los acoja y les dé cariño. Algunas de las historias que me contaron sobre los perros que allí llegan resultan del todo escalofriantes y te hacen pensar en lo injustas que somos a veces las personas con unos animales que nos ofrecen tanto a lo largo de toda nuestra vida.
De regreso a casa se me vino el último relato que había escrito para los filandones en los que tan a menudo participo, una combinación entre la anécdota contada por uno de los asistentes a los mismos, un hombre mayor proveniente de la montaña de Riaño, y el recuerdo al último perro que hubo en mi casa, con el que compartí juegos y paseos.
Se me ha ocurrido compartirlo con quien quiera leerlo como homenaje a estos nobles animales a los que en ocasiones se le trata tan mal.
Espero que lo disfrutéis y que si os gustan los perros y tenéis posibilidades de atenderlos os mueva a acercaros a la perrera de Astorga y adoptar alguno de ellos.

SORPRESA EN EL MONTE.

Acababa de cumplir apenas catorce años. Catorce desgarbados y esmirriados años que bien podían haber pasado por alguno menos. Bastantes menos, diría yo. Quizá por eso había conseguido no salir antes con el ganado, como lo habían hecho sus hermanos a los que ahora se les habían encomendado tareas más duras, más de hombres. Pero Martín, en el fondo, había deseado con fuerza que llegase por fin ese momento. No sé, le daba la sensación de que allá arriba, en el monte, solo, con la única compañía de las ovejas y de su fiel perro, tendría tiempo para sí mismo, para dejar volar su imaginación y sus pensamientos lejos de la férrea vigilancia de sus mayores, que siempre le estaban echando en cara que se pasaba el día en la misma inopia.

Allá arriba nadie más que él mismo vigilaría el rumbo de sus pensamientos. Estaba, por tanto, seguro de que lo llevaría bien, a pesar de la opinión de sus hermanos que siempre le hablaban de aburrimientos, fríos, calores, sopores…Y comenzó su tarea diaria con la ilusión con que se afronta lo desconocido y lo largamente esperado.

Día tras día, avanzaba luego de mañana hacia los prados más frescos del cercano monte, con su rebaño y Nico, su fiel perro. No había querido otro. Nico era su compañero desde aquel día que lo encontró malherido y temblando entre unas matas, de donde lo rescató para salvarlo de la muerte que seguramente lo aguardaba de no haberse interpuesto Martín en su camino. Desde entonces se convirtieron en compañeros inseparables y Nico iba donde su joven amo iba. No era un perro de raza, sino uno de esos cruces indefinidos que – Martín estaba seguro de ello – eran los que le proporcionaban la tremenda simpatía que irradiaba y su enorme inteligencia.

Aquella mañana descansaban juntos bajo la sombra de una gran encina, mientras las ovejas pacían tranquilas a su alrededor, cuando Nico comenzó a dar signos de impaciencia. Martín lo acariciaba entre las orejas intentando averiguar qué era lo que ponía tan nervioso al perro, hasta que éste, con un par de ladridos, salió corriendo de su lado internándose entre el brezal que se extendía a sus espaldas. Sin dejar de ladrar, entraba y salía de entre los matorrales, empeñado en que el chico fuera tras él. Algo estaba, sin duda, poniendo nervioso al animal. Así que, Martín, echando un ojo al rebaño para comprobar que todo iba bien, se levantó y se dirigió en la dirección que los ladridos le marcaban. Nico salió en su busca una vez más trazando nerviosos círculos a su alrededor para volver a internarse entre las urces. Martín avanzaba con precaución aún sabiendo que si algún peligro le acechase su perro nunca lo dirigiría hacia él. De pronto, el animal se calló mientras se movía inquieto ante un matorral algo más alto que los demás. El chico avanzó con cuidado intentando apartar las escobas que le impedían ver lo que había detrás. La situación le recordó el día en que encontró al cachorrillo tembloroso y asustado que entonces era Nico y no lo dudó más. En un impulso definitivo separó las escobas y allí los descubrió. Era una camada entera. Apenas tendrían unos días a juzgar por el tamaño y el pelaje que presentaban sus cuerpos. Media docena de cachorrillos se apretujaban unos contra otros, como si quisieran desaparecer de la vista.

Martín nunca había visto nada igual. Se quedó mirándolos con ternura y no pudo resistir la tentación de coger entre sus brazos uno de aquellos pequeños rayones. Pero al hacerlo el pequeño jabato se puso a chillar, sin duda impulsado por el miedo y el instinto de supervivencia. Se escuchó entonces un agitado hollar de pisadas entre los matorrales más próximos y unos gruñidos más que amenazadores. Al chico, apenas le dio tiempo a reaccionar con el rayón aún entre sus brazos cuando de pronto vio irrumpir como una mole en estampida a la jabalina madre. Acudía en respuesta a la llamada de sus cachorros, dispuesta a proteger a la camada de cualquier peligro que pudiera acecharles. Como un relámpago pasó por la mente de Martín el recuerdo de relatos contados en las noches de filandones sobre el ataque de los jabalíes y el desastre que los mismos causaban, y como esos ataques eran aún más peligrosos cuando las hembras defendían a sus cachorros. Asustado, su rostro se tornó blanco y sus piernas se paralizaron durante los segundos siguientes mientras el rayón seguía aún agitándose y gruñendo temeroso entre sus brazos, mientras la madre cargaba contra él “ciega de furia”, sus blancos colmillos en avanzadilla de un cuerpo pequeño pero vigoroso. Soltó al cachorro de su abrazo. Pero ya era tarde para parar el intempestivo y colérico ataque de la madre. Martín, aún paralizado por el miedo y la sorpresa, seguía con los pies clavados al suelo, sin fuerza para reaccionar. Y, sintiéndose perdido, cerró los ojos para no ver lo que se le venía encima.

Fue en ese mismo instante cuando oyó a Nico ladrarle con furia a la jabalina, mientras se tiraba desesperadamente hacia sus patas. Ella se revolvió violentamente contra el objeto de esos ataques pero, cuando ya estaba a punto de alcanzar al perro con sus colmillos, el pequeño Nico hizo un rápido requiebro y salió huyendo hacia un lado, perdiéndose entre los matorrales. La jabalina siguió tras de él, furiosa, olvidándose del chico que había sido el primer objetivo de su ataque. Martín, recuperando apenas la respiración, giró sobre sus pies en dirección contraria a la seguida por su fiel perro y, recobrado ya el aliento, salió de entre los matorrales como alma que lleva el diablo, dispuesto a ponerse a salvo antes de que aquella “fiera” volviese. Al otro lado, cada vez más lejos, se oía un revuelo de ladridos entremezclado con el furioso resoplar de la madre protectora.

Volvió junto al rebaño. Sabía que la jabalina no se acercaría hasta los campos abiertos desamparando a su camada. Pero se quedó al pie de la vieja encina por si se veía obligado a subirse a ella para evitar un nuevo ataque de la hembra. Las ovejas, mientras tanto, pacían despreocupadas de cualquier peligro. Al cabo de un rato, de un buen rato, apareció el pequeño Nico, sudoroso y jadeante entre los matorrales. Parecía tranquilo y satisfecho. Se acercó al joven y lamió juguetón sus brazos y su rostro.

Felices de nuevo, rodaron juntos por el suelo ajenos a la bóvida mirada de las ovejas que los observaban desde la distancia. Cuando se cansaron, se quedaron juntos, tumbados en la hierba, vuelta la mirada de Martín hacia las nubes, la cabeza de Nico desmadejadamente apoyada en su pecho. Una vez más, le rascó la cabeza, entre las orejas, donde más le gustaba, mientras sus pensamientos bordaban en sus labios el esbozo de una sonrisa:

“y pensar que sus hermanos le decían de lo aburrido que era llevar a los pastos el rebaño! Apenas llevaba una semana subiendo al monte y ya había vivido una primera aventura. Tal vez si la contaba en el primer filandón del invierno la niña Paula le dedicara al menos una mirada, quien sabe si una sonrisa…, una laaaaarga y blanca sonrisa”

Pero sólo Nico y él conocerían la verdadera historia de cómo ocurrió todo. Y sabía que su perro no iba a delatarlo. Así Paula lo admiraría por su enorme valentía.