Su aportación a lo largo de los meses que ha durado la preparación y puesta en marcha de este homenaje, como portavoz de su familia más próxima, ha sido muy valiosa para mí y un apoyo en todo momento del proceso. Así que mi más sincero agradecimiento, de todo corazón.
RECORDANDO A MI MADRE
Voy a intentar hacer un acercamiento a Manolita, madre de Pepín y mía, desde la proximidad familiar.
Dijo Vicente Aleixandre: “La poesía usa lo más noble del hombre, lo que nos diferencia de todas las especies, la palabra”.
Las letras por si solas están muertas. No son nada si alguien no las toma entre sus manos y les insufla vida.
Una de las diversas cosas que podemos construir con palabras es POESÍA, en la que hablan y afloran los más hondos sentimientos. Poesía épica, festiva o poesía que aflore del dolor.
En nuestra madre,
Manolita, no cabía otra opción, la única poesía posible, para ella, es
la que surge de aquel mazazo frontal que le propinó el destino y que le dejó un
estigma profundísimo hasta el final de
su vida, acrecentado, además, por una soledad
que era, al mismo tiempo, refugio y fuente de nuevo dolor.
Cualquier persona, a la hora de escribir, lo hace dentro de un desequilibrio, confiriéndole mayor peso al cerebro o al corazón. Es muy difícil encontrar el equilibrio perfecto – 50 / 50- en cualquier escritor. En nuestra madre, Manolita, lo inundaba todo el corazón, aunque, en conversaciones con ella, permitía aflorar una pizca de cerebro para mostrar su esperanza de lograr el mundo nuevo que ella quería, con el que soñaba. Un mundo de nuevos seres humanos, que, experimentados en los odios, aborreciesen las guerras absurdas.
Enrique López López, su hijo menor, en un momento de su intervención en Cacabelos. 23 de abril de 2021 Foto de Carlos de Francisco |
El dolor es el todo y es la clave en la poesía de nuestra madre. El dolor le hace interiorizar, palparse las entrañas. Dolor en lo más profundo, le duele hasta la hiel por la pérdida de aquello que más quería y que le arrancaron, tan violentamente, sin comprensión del por qué y sin tiempo para asimilarlo. Ese profundo dolor echó raíces y la acompañó siempre. ¿Qué hacer? ¿Expresar los sentimientos extraídos desde el fondo o rumiarlos y volverse loca? Manuela López, nuestra madre optó por contarlo. ¿A quién? A un trozo de papel, una cuartilla, un folio…, ese era su confesor o, tal como lo diríamos hoy, su psicólogo.
Cuando hablaba de aquello que escribía, decía “bah…son trapalladas que me salen”. Utilizaba esta palabra tan nuestra, tan del “caldero de las palabras” de nuestra biblioteca de Cacabelos, como excusa, como un velo de pudor que usaba para restarle mérito a su obra. Nunca buscó promocionarse. No sabía y no quería. Ella creía que la escritura de los sentimientos es la expresión del alma entera.
En esos papeles nos dejó marcado, impreso, que no olvidó el dolor ni a quienes lo causaron, pero si los perdonó; y eso la engrandece. Hoy es frecuente escuchar por cualquier lado a personas subidas a un pedestal de falsedad, un pedestal robado, “perdonamos por…” cualquier daño que hizo alguna persona y que no les afectó directamente. Poco mérito tiene quien perdona sin padecer daño, ni dolor. Es un perdón vacío, efímero; traducido a la jerga de hoy, un perdón light.
Nuestra madre escribió poesía sencilla, llena de sentimientos, cargada de sensibilidad, para las personas sensibles. Hizo poesía del corazón, para los corazones. No comprenderán sus sentimientos, sus versos, aquellas personas que no depositen el suyo en la mano.
Las palabras crean adicción cuando las mezclas adecuadamente, y llegan a convertirse en una droga tanto para quien las entrega como quien las recibe. Eso sucede con la poesía. A nuestra madre, Manolita, le gustaba mucho leer, mientras la vista se lo permitió. Recuerdo escucharla decir que leer una novela era apasionante, entras en el relato y quieres avanzar más y más en la intriga que te lleva a un desenlace, más o menos feliz. En cambio decía que la poesía es para saborearla poco a poco. Cierto, lo comparto. Te acercas a un poema, que normalmente son pocas líneas, lo lees -si es despacio mejor- y lo interiorizas absorbiendo sus matices, sus aromas, su profundidad. Date un tiempo antes de saborear otro. Degusta los posos que te deja.
Recuerdo a nuestra madre, sentada en una cafetería – y se me escapa la memoria, con frecuencia, a la cafetería Nagasaki, de la plaza Julio Lazúrtegui de Ponferrada- donde de repente le brotaba algo y la veías en una mesa “garabateando” rápido sobre cualquier papel. Incluso recuerdo que también le sucedía cocinando o haciendo cualquier tarea de la casa, o viajando a mi lado en el coche. Su bolso siempre a su lado, en el que nunca faltaban bolígrafos (rotuladores negros con los años) y una pequeña libreta. De repente, sentía una necesidad imperiosa de escribir, era su droga. Y a ello se ponía.
La poesía de nuestra madre está llena de preguntas y en el fondo mantiene una misma, profunda y permanente duda. Pregunta a Dios, pregunta al Universo. Alguien dijo que la duda es el cimiento de la sabiduría, que la duda es la base de la razón y contraria a la fe.
Manolita, nuestra madre, tenía dudas, muchas dudas, pero también tenía fe ciega en tres cosas que, según ella, cambiarían el mundo:
- Fe en el perdón como base de entendimiento entre los seres humanos.
- Fe y esperanza en el amor que nos llevará a lograr un mundo de paz.
- Fe en “su Dios”, encarnado en Cristo, ejemplar redentor, que la inundaba y la poseía y en quien residen todo el perdón y el amor. (Digo “su Dios” porque ese Dios es diferente al Dios que exige liturgias y actos ostentosos. Nunca lo hablamos -y es otro silencio que flota en el aire, sin respuesta-, pero hoy me atrevo a deciros: Pienso que ella estaba más cerca de Cristo que de Dios. Cristo sufrió y padeció, como ella. Y el sufrimiento y las penas hermanan, unen, acercan. Perdona, madre, es mi opinión).
Estoy seguro de que cuando escribía, dando forma con letras a sus gritos de dolor y quejas de soledad, tenía un sentimiento secreto y una esperanza, el de que durante largo tiempo se conociese su obra. Estoy seguro de que ella desearía una larga duración de su obra y una amplia difusión- por ello para nosotros sus hijos es tan importante la publicación de este libro-. Pero ese deseo, conociéndola, adivino que no era para colocarse medalla alguna, sino para que sus experiencias, traducidas a sentimientos y poesía, ayuden a generar un “ser humano nuevo”. ¿Se cumplirán sus anhelos?
Manuela López nos deja esta "pensamiento" en esta obra dedicada al público lector más menudo. |
Mi madre y los niños.
En Caminito de papel, escribió: “Si pones el oído en la
caracola, oirás el rumor del mar, si lo pones en el corazón de un niño, oirás
como suspira el universo”.
Adoraba a los niños y sobre todo adoraba jugar con los niños. Eran cartílagos de ternura, arcilla, moldeables, eran moldes de inocencia. Amaba el fondo infinito de la mirada de los niños. Decía, “todo el tiempo que inviertas en los niños es poco, es el mayor tesoro que le puedes entregar, tiempo”. No compartía el abandono de los niños que dejaban bajo el cuidado de una televisión encendida horas y horas, hoy sustituido por la droga de tablets o teléfonos móviles. Con expresión de dolor auguraba mal futuro por esos caminos.
Argumentaba que los niños en sus cimientos necesitaban soñar, necesitaban cimentarse con fantasías, con quimeras, con juegos. Adoraba ver a los niños correr. Se rebelaba contra los niños sillón y contra los niños sabelotodo. "Ya tendrán tiempo de ser mayores y jugar a mayores”.
Quería que los niños viviesen sueños dando nombres y dialogando con los ratoncillos, con los árboles, imitando el trino de los pájaros, el vuelo de las golondrinas… Esa era la arcilla a la que se debía añadir buenos sentimientos, ética y amor y del que brotaría el “nuevo hombre”. Por naturaleza apenas conozco el pesimismo, pero en este caso creo que estamos tomando un rumbo equivocado. La materia lo invade todo y cada día más.
Ella no olvidó nunca que los niños son el proyecto de los adultos y absorben todo lo que ven dejándolo grabado en sí mismos.
Soñaba con que el mundo pueda generar una nueva humanidad. Y nos decía que el único camino para lograrlo es LA PAZ. Soñaba con la paz.
Soy un enamorado de Gandhi, y este dijo: “No hay camino para la paz. La paz está en el camino”. También a mi madre le entusiasmaba Gandhi, lo expresaba muchas veces. No sé si ella leyó este pensamiento, pero seguro que lo compartiría. Siempre nos decía que la vida era una continua sucesión de pequeños detalles, de pequeños giros; de casi imperceptibles cambios de rumbo que producían profundos cambios en la persona. Ella sabía, y ahí está su vida y su ejemplo, sabía que es un error creer en que hay largos caminos que conducen a territorios lejanos donde reside la paz, la ética, la libertad, la dignidad, el amor, y también el odio, las envidias, la venganza, la maldad… Ella lo sabía, sabía que todo, lo bueno y lo malo, no está en lejanos territorios. Está en el camino y, cuando cada día te despiertas, vas llenando tu saco vital de aquello que te encuentras en él y que tú eliges. Tomas lo bueno, lo malo o mezcla de ambos. Eso hace a las personas diferentes y, según lo que recojamos en nuestro saco, nos dará un mundo u otro. Gracias mamá por esas enseñanzas que nos diste.
Y acabo. Estoy seguro de que, hoy en día, de las veintiocho letras de nuestro abecedario, le bastarían solo seis, para escribir el epílogo de su vida:
- dos vocales (A- O)
- cuatro consonantes (M-R-P-Z)
Suficiente para escribir PAZ – AMOR. Fueron ejes de su vida. (Lo demás sobra)
Enrique
López López.
Cacabelos.
23 de abril de 2021 (Día del Libro)
En el
acto de presentación del libro-homenaje Manuela López García. Una vida, una
obra.
Al final del acto recibiendo una ofrenda floral para ser depositada en la tumba de doña Manolita, que descansa en el cementerio de Cacabelos. Foto de Carlos de Francisco. |
Junto con otros familiares de la poeta que acudieron al acto homenaje. Foto: Carlos de Francisco. |
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