Leo en un periódico como, en este año de centenaria celebración en torno al Palacio de Gaudí
surge para el público el proyecto "El palacio escondido" y no puedo
por menos que recordar aquellos momentos en los que yo deambulaba por el mismo
a través de los juegos, principalmente el escondite, en compañía de una niña
cuyo nombre no llego a recordar nítidamente y que debía ser la hija del guardés
de entonces. Imagino que aún el museo no estaba en marcha, o si lo estaba eran
momentos muy incipientes en los que nosotras irrumpíamos en las salas sin que
nadie nos llamase la atención. Recuerdo un salón con un gran mesa de comedor y,
junto a las paredes, inmensos aparadores donde se exhibían vajillas del tipo de
las de la Cartuja de Sevilla. Recuerdo pararme frente a ellas y comentarle a mi
amiga que eran como las que se guardaban en casa de mi abuela para los días de
fiesta.
Pero lo que más recuerdo era como jugábamos a escondernos en el
gran foso al que accedíamos por alguna pequeña puerta del sótano, corriendo sin
parar de un lado para otro, arrancando en alguna ocasión ejemplares de las
"Milflores" que crecían a veces entre las piedras de los muros. Y,
sobre todo, sobre todo, aquellas moles impresionantes que se elevaban sobre
pedestales más altas que nosotras y que parecían observarnos con hueca y fría
mirada.
Con el paso del tiempo, sustituida la infancia por la adolescencia
y por los primeros años de juventud, los juegos dieron paso a momentos de
esparcimiento más tranquilo por el pequeño paseo que proporcionaba su
reducido tramo de muralla, siempre con la presencia callada de aquellos
arcángeles que no encontraban su lugar definitivo, lleno el entorno de
sugerentes rincones para jugar a hacer fotografías.
La presencia del Palacio forma, pues, parte importante de mi
proceso de crecimiento y he de decir que desde bien pequeña tuve la suerte de
contar con mi propio "palacio escondido", ese que muy pocas personas
podían conocer, ese de cuyos recuerdos surgió el relato que aquí dejo en
homenaje a aquellos días y a cuantas personas los compartieron con la niña que
era yo entonces.
ÁNGELES CAÍDOS
Estaban allí. Vigilando nuestros movimientos desde sus
altos pedestales de granito, desde la intensa frialdad de sus grandes ojos
plomizos.
Acechaban
nuestros pasos y carreras por el foso inútil de aquel palacio que parecía,
parece aún, de juguete o más bien de
cuento de hadas, siguiendo de cerca nuestros juegos de princesas atrevidas –
aún ni siquiera adolescentes – en la quietud de aquellas paredes de castillo
encantando.
Parecían
seguir nuestras evoluciones a través de las grandes cristaleras de colores,
mientras nosotras tratábamos de ignorarlos, de mantener lejos de nuestras
mentes de niñas el temor que nos causaba su impávida quietud, al tiempo que
vagábamos por las grandes estancias, sentándonos a la inmensa mesa de comedor
de la primera planta, jugando por el foso inútil que rodeaba el edificio,
mientras cogíamos “milflores” nacidas entre los muros de la antigua muralla
sobre la que se asentaba, imaginando historias de princesas encantadas.
Ellos eran tres, tres
ángeles gigantescos o más bien arcángeles, aunque nunca los llamamos de esta
forma... Eran los ángeles del palacio. Aquellos que un día debieron haber
culminado su parte más alta y que, una vez desaparecido el “padre” arquitecto
que los había ideado, nadie supo cómo colocar en los lugares para ellos
destinados. Nunca pude entender como
Gaudí pretendió culminar el palacio con ellos. Me parecían tan grandes, tan
pesados, que imaginaba no había torre ni pináculo capaz de soportar su
sobriedad. Y de hecho, el sustituto de tan especial cabeza no dio con la
solución para ello, y allí los dejó, guardianes impasibles de lo que pasaba
alrededor con la simple mirada de su altura distante que les daba su inmenso
tamaño... situados en el pequeño jardincillo que rodeaba el palacio episcopal,
sobre sus correspondientes pilares,
mucho más altos que cualquiera de nosotros por mucho que pudiéramos llegar a
crecer.
Parecían mirarnos
expectantes, desde su altura, vigilando nuestros juegos y actos. Personalmente,
a veces llegaban incluso a intimidarme, pareciendo reprobar mis actuaciones.
Pero otras veces se convertían en testigos amistosos de nuestros juegos. Y ,
eso sí, siempre estaban allí, grandes, majestuosos.
Pero un buen día, para
nuestra sorpresa, desaparecieron de su
pedestal, dejando un importante vacío en aquel espacio que tan grandiosamente
ocupaban.
Para mí la sorpresa se convirtió en susto cuando, aquel mismo día, entré en casa de mi abuelo, situada a pocos
pasos del recinto del palacio.
Mi abuelo era el fontanero de la comarca. La
parte baja de su casa de dos plantas estaba dedicada toda a ella a su negocio y
allí se amontonaban en tres habitaciones y un zaguán materiales de fontanería:
herramientas, tuberías, codos, grifos, rollos de esparto, ... dotando este
espacio de un olor especial que aún muchas veces se me agolpa en la memoria y
en la boca.
Allí,
en el lugar por el que yo me deslizaba a menudo observando el trabajo
concentrado de mi abuelo, que en muchas ocasiones torneaba artísticamente los
tubos, yacía humillado uno de aquellos “angelicales” colosos. Dormía en la
penumbra del portalón, compartiendo su grandiosidad caída con las largas y
plúmbeas cañerías que ocupaban aquella parte
baja de la casa, un ángel caído que
reposaba frío y quieto entre tuberías y
herramientas.
Acababa de llegar del
colegio cuando, nada más entrar, fue su inmensa mole lo primero que me
encontré, sus grandes ojos vacíos acechándome desde el familiar zaguán. Su
cuerpo yacía como un material más que pudiera ser moldeado y trabajado de forma
caprichosa por las manos artesanas de mi abuelo.
Toda aquella grandiosidad humillada ahora en el suelo del taller de fontanería debería
haberme parecido menos aterradora pero, muy al contrario, tener tan cerca de mi
cara de niña su enorme rostro de ángel caído me causó una gran inquietud.
Acerqué
mis manos hasta su gran cuerpo inerme en un intento por perderle de una vez por
todas el respeto temeroso que me inspiraba. Lo toqué con miedo sin saber a
ciencia cierta la sensación que esperaba recibir....
Estaba
frío, frío como los tubos de plomo que a diario manejaba mi abuelo y que
invadían todo el taller, sobre los que yo me subía de vez en cuando haciendo
equilibrios por su resbaladiza y redonda superficie amontonada.
Por
un momento estuve, efectivamente, muy cerca de perderle el respeto, tentada de
sentarme a horcajadas sobre su gran cuerpo caído. Pero algo (quizá fui yo
misma) debió golpear aquel hueco esqueleto y una sonora y bronca reverberación se extendió por todo él, como
un profundo y continuado latido.
Me
asusté. Me asusté extremadamente y escapé de aquel taller, escapé también de
casa de mi abuelo y me refugié en mi casa, situada no mucho más lejos.
Aquella
noche soñé de nuevo con aquellos grandes ojos vacíos e inquisitivos mirándome
insistentemente, siguiéndome con fijeza por dondequiera que iba. Un sudor frío
me bañaba por entero, empapando las sábanas mientras daba vueltas en sueños
intentando esconderme a su mirada que parecía perseguirme con insistencia.
Desperté
sobresaltada.... Estaba en mi cama. En mi casa. Lejos del taller de mi abuelo,
y a salvo de los ángeles caídos. Suspiré aliviada al oír el sonido de la
televisión que mis padres veían en la habitación de al lado. Pero como un
instinto de protección me agarré con fuerza a las sábanas de mi cama y me tapé
con ellas hasta la cabeza. Después de un rato de seguir escuchando el familiar
ronroneo televisivo, conseguí quedarme dormida de nuevo, esta vez sin
sobresaltos.
Al
día siguiente el ángel aún continuaba en el portalón de mi abuelo. Y allí
permaneció todavía durante varios días, sustituido después por sus otros dos
compañeros. Y durante ese tiempo yo me deslizaba cada día por la escalera, hacia
la parte de arriba de la casa, intentando mantener mi mirada de niña temerosa
alejada de la suya, fría y vacía,
intentando pasar lo más lejos posible de aquella plomiza mole derrumbada.
Al
cabo de un tiempo, los ángeles volvieron a su lugar habitual, a sus
pedestales, ya reparados por las manos
expertas de mi abuelo. Por circunstancias de la vida yo comencé a frecuentar
cada vez menos el palacio, pues la amiga con la que compartía mis juegos en sus
salas, se fue.
Ya de un poco mayor acudí
de nuevo a este espacio. Estudiaba en el instituto, que estaba justo al lado, y
la zona era perfecta para dejar transcurrir la escasa media hora de descanso que teníamos durante las clases de la mañana. Pero,
durante un tiempo, aún mucho tiempo, evité mirar sus grandes ojos vacíos...
Han pasado los años.
Cambiados de ubicación, los ángeles siguen en el entorno palaciego, vigilando
con su apostura lo que pasa alrededor, como guardianes eternos de mitos, de
leyendas, de tantas cosas. Se ha pasado el temor infantil. Pero aún hoy me
pregunto si guardan algún misterio cuando nadie consiguió colocarlos en las
alturas para las que su creador los había ideado, y me pregunto también si
habrán causado en alguien más, durante todos los años que llevan vigilando, el mismo temor incierto que un día a mí me
causaron.
M.G.R
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