Huele a primavera. Suena a primavera. Sus pies la llevan, una vez más, hacia aquel trocito de monte que ha sido testigo de muchos de los momentos más felices de su adolescencia, y también de su juventud.
El sol acaricia sus mejillas y el rumor de la leve brisa que despeina sus cabellos se entremezcla con los primeros trinos y gorjeos de los pájaros. Del cuco, siempre presente en estos campos y en su memoria, aún, ni rastro.
En un gesto heredado del pasado, se sienta contra el tronco de su encina preferida. Cierra los ojos. Aguza el oído. Y se deja llevar por el placer de la soledad buscada.
De pronto, la caricia de unos labios en su pelo, de una mano ruda y cálida ensortijándose entre sus cabellos y la voz profunda de su padre:
- Hija, ¿otra vez dormida mientras se escapa la tarde? Y, esbozando una sonrisa mientras abre sus cerrados ojos, ella le responde:
- No, papá, no duermo. Solo fantaseo.
Pero al mirar a su alrededor no encuentra a nadie. Solo las encinas, y los robles..., las pequeñas avecillas dando fe de su existencia.
Resbala una lágrima por sus mejillas. Se pone en pie y gira su vista en todo su alrededor. Está sola .Desde hace más de treinta años estas tierra están solas. Se tumba entonces sobre la pradera, completamente extendida, pegando el oído a la tierra, cerrando sus ojos de nuevo. Y vuelve a sentir su presencia una vez más.
Pero ella sabe que hay lugares en los que el tiempo ni siquiera se detiene, sino que parece - incluso - avanzar en dirección contraria.
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