miércoles, 14 de octubre de 2015

EL DESVÁN. Un relato en recuerdo de todas las personas mayores que han pasado por mi vida dejando su impronta.

El pasado día 1 de octubre, tuvo lugar el día Internacional de los Mayores (o de las Personas de Edad, como también se ha dado en llamarle). En un mundo que vive excesivamente rápido, estamos olvidando todo lo que ellas pueden aportarnos en el día a día, más allá de esa mano de obra gratuita para cubrir nuestras necesidades inmediatas, o la supervivencia a través de su pensión cuando la injusta sociedad en la que estamos viviendo en los últimos años, (una sociedad en la que unos pocos roban descaradamente y se enriquecen a costa del sufrimiento de los demás). Lo estamos olvidando y dejamos también de escucharles. 

En homenaje a mis mayores, pero también a tantas mujeres y tantos hombres con los que he compartido mi tiempo en múltiples actividades por toda la provincia a lo largo de todos estos años, quiero hoy tener un recuerdo para ellos y decirles que si en algún momento yo llegué a enseñarles algo, fue mucho más lo que yo aprendí de ellos. 

Y quiero que ese homenaje vaya en forma de relato. Un relato dedicado a mi abuelo Arnulfo, quien me hizo vivir momentos muy especiales y me enseñó muchas cosas. 

EL DESVÁN



El último tramo de la escalera desembocaba en un inmenso desván lleno de trastos viejos. Comparado con el resto de la casa resultaba enorme porque ocupaba toda la planta, esta vez sin una sola  división.  Por encima, directamente el tejado, colocado sobre las vigas de madera y el tableado burdo sobre el que descansaban las tejas.

            Le gustaba especialmente aquel lugar, sobre todo su ventanuco abriéndose  sobre la techumbre retejada desde la que podía divisar los espléndidos árboles del jardín de Maca en el que jugaba alguna que otra vez.

            Era una sensación de emoción poder sentarse allí, con los pies colgando sobre el tejado, dejando volar su mirada sobre las casas y patios de alrededor, tan alta o más que los viejos árboles de aquel jardín que tanto le gustaba.

            La primera vez subió allí de la mano de su abuelo. Escudriñaron entre los viejos baúles hasta encontrar mil cosas maravillosas... El primer cuento articulado de su madre, traído por él desde las lejanas tierras barcelonesas cuando era aún más pequeña que ella (una historia de Popeye que sacaba sus músculos mientras remaba en su barca o se echaba al gollete una lata de espinacas), algunas fotos viejas amarilleadas por el tiempo, libros de viajes editados a modo de manuscritos... Pero lo mejor de todo fue el descubrimiento del ventanuco. Desde allí podían observar todo un mundo alrededor pasando totalmente desapercibidos, pues a nadie se le ocurría mirar hacia los tejados.

En los días de lluvia primaverales se podía oler desde él el frescor de la lluvia mojando el barro seco de las tejas, golpeteándolas de forma acompasada a la vez que el canalón metálico que recorría la orilla de la cubierta al completo. Y en el invierno era una auténtica maravilla ver las techumbres  y la parte de arriba de los abetos de Maca cubiertos de nieve inmaculada, privilegio al que muy pocos podían aspirar por aquel entonces. Y esta sensación la hacía sentir mucho más especial de lo que ya de por sí la hacía sentir su abuelo.

A partir del momento en el que descubrió a su lado aquel rincón mágico, aprovechaba siempre que podía para disfrutarlo, sobre todo las horas del reposo veraniego cuando todo el mundo, niños y mayores (se suponía que también ella), dormía la siesta. Pero odiaba perder el tiempo durmiendo y cuando no se refugiaba en un libro se escapaba al desván con mucho sigilo.

            También alguna noche se escapó hasta aquel reducto desde donde podía verse – a través del marco de la ventana – un gran pedazo de cielo en el que brillaban las estrellas, incluso la luna se enmarcaba alguna vez en este lienzo nocturno llenando de magia las noches de su infancia.

            Allí, en la soledad de aquel lugar tan especial jugaba a inventar historias, leía libros que habían sido de su madre o de sus tíos, hurgaba en los baúles a la búsqueda y captura de quién sabe que tesoros escondidos y olvidados... Fue princesa, pirata, exploradora, ... o simplemente observadora de un mundo que no podía imaginarse cuando andaba a ras de suelo.

            Durante algunos años aquel sobrado fue para ella el refugio de todos insospechado. No hacían mella en su cabeza los relatos de su abuela sobre fantasmas esperando a algún incauto, o  ratones deseando ver asomar las tiernas piernecillas de algún niño para echarles un bocado... Ella sabía que no eran más que patrañas inventadas para mantenerles alejados de aquella puerta cerrada que a todos los nietos causaba curiosidad, aunque no tanta como para atreverse a abrirla sin permiso, no fuesen a ser  ciertos aquellos cuentos de la abuela. A todos menos a ella, a quien su abuelo que la adoraba le había mostrado el misterio del ventano mirando siempre al cielo, tanto de día como de noche... en verano o en invierno...

 Mas nunca dijo nada. Nunca dijo nada porque era su secreto. El secreto mejor guardado entre una nieta y su abuelo.

Pero todo este mundo se acabó cuando él murió. Su refugio se vino abajo. Libros, baúles, enseres viejos, ..., todo fue tirado o quemado por un desmedido afán de limpieza de su abuela y de su tía. El desván quedó vacío de baúles, de libros, de juguetes y trastos viejos hasta dejarlo convertido en una amplia estancia vacía donde sólo el polvo que se colaba entre las rendijas se colaba de vez en cuando.

Y  esta desnudez pareció llevarse consigo la magia de sus rincones, que perdieron vida, misterio, poesía, ...

            La puerta se cerró con llave y rara vez se abría. Y si después de aquello alguna vez, por despiste de su abuela o de su tía, conseguía asomar la cabeza, ya nada fue lo mismo.

              Por fin un día, uno de esos descuidos le permitió escaparse hacia arriba.  Un inmenso vacío lo llenaba todo,  y un olor a polvo y a cerrado. La contra del ventanuco estaba medio desvencijada y dejaba pasar entre sus rendijas unos leves resquicios de luz.

Se dirigió hacia ella. La madera había crecido y le costó trabajo abrirla después de tanto tiempo. Forcejeó un rato  y al fin cedió a sus impulsos. Una luz cegadora le hizo cerrar los ojos por un momento. Cuando los abrió, ante ella se presentó un paisaje desolador.

Ya nada era como  lo recordaba. Sobre los tejados muchas tejas estaban rotas. Los canalones hacía tiempo que nadie los limpiaba y rebosaban musgos y otras plantas. Y el jardín de Maca presentaba un aspecto abandonado pues hacía tiempo que sus habitantes se habían ido de la casa.

Volvió  su mirada hacia el interior y aún fue peor. El vacío se hizo aún mayor  a la luz del sol del atardecer  que entraba a raudales por el ventanuco abierto. Pero los rayos chocaban inertes sobre el suelo vacío y los pilares de madera desguarnecidos de los baúles y trastos que un día le habían servido de refugio.
 
Sintió entonces el enorme hueco que había dejado el abuelo en su niñez, cerró de golpe el tragaluz y bajó casi corriendo el tramo de escaleras de madera que la separaba de la casa. Sin detenerse en ella, siguió bajando hasta que llegó a la calle y escapó de allí sin decirle nada a nadie. 

Se desahogó corriendo un rato por las calles aledañas. Cuando volvió, la puerta del desván estaba cerrada de nuevo, con la llave echada. Su madre la esperaba para volver a su casa.

Nadie le preguntó

Nadie le dijo nada.

Tampoco ella abrió la boca, ni siquiera dio a entender que su estampida de un rato antes había comenzado con la visita a aquel lugar tan vacío  a la vez que tan lleno de presencias.

Siguió siendo su secreto, el secreto mejor guardado entre un abuelo  y su nieta.


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