Se levantó con los huesos ateridos del frío de los últimos días. Le pesaba el largo camino iniciado y la soledad insistentemente buscada. Sentía la angustia de no conseguir esa paz que llevaba tanto tiempo persiguiendo.
Durante el Camino, de vez en cuando, hablaba con unos y con otros. aunque podría decirse que más bien era escuchar lo que hacía. Hasta que comenzó a esperar las horas en las que nadie caminaba, a buscar refugio allá donde nadie lo hacía. Se fue aislando cada día más, cada momento..., buscando siempre la orilla vacía del sendero.
Y entonces llegó el frío. El frío que cayó como una losa sobre los días de verano que debían calentar sus viejos huesos. Fue un día... y otro... Y así fue durante un largo tramo del camino, una semana en la que el sol no calentaba, en la que el viento soplaba como si fuera invierno, agitando ramas, azotando el rostro, silbando en sus oídos mientras se colaba por los resquicios de su ropa de herido caminante...
Hoy el día ha vuelto a amanecer frío, pero parecen retornar los chillidos del vencejo (hoy hará un buen día - habría dicho su abuelo) y un resquicio de sol, encajonado por la estrecha calle que se abre a la plaza, parece invitar a dejar sentir sobre la piel su cálida caricia.
En las primeras horas matinales, con la plaza aún desierta del bullicio que invadirá en breve la mañana, el silencio apenas roto por el bastón de algún madrugador peregrino, arrastra sus huesos cansados hacia un banco, los pies doloridos del camino, el alma aún torturada de pesares, ..., y deja caer su ya anciano cuerpo, el rostro vuelto al amanecer.
Quienes llegan en esos momentos a la plaza, encuentran un viejo cuerpo arrumbado sobre el banco, la espalda desmayada sobre el respaldo de madera, las piernas extendidas hacia el cruce de los pies, los branzos lánguidos a lo largo del tronco... Y, por fin, la cabeza. El mentón ligeramente alzado buscando el incipiente calor del sol, los ojos cerrados y el rostro relajado. Nada que demuestre el frío instalado en sus huesos y en su alma, el desaliento, el deseo de abandono...
Y pasan los segundos. Los minutos se prolongan bajo los primeros rayos matutinos. Y, como una lupa orientando su calor hacia un único punto de donde ha de brotar el fuego, el sol penetra por cada poro de su piel con un efecto balsámico. Poco a poco abre de nuevo los ojos que recorren cada rincón de aquella plaza con el asombro de un niño que descubre el mundo. Sus pupilas se llenan de luz, de vida. Su cuerpo se desentumece hasta el punto de subir a su rostro una radiante sonrisa.
E invadido por un nuevo y vivificador impulso, se levante ligero como una pluma, recupera su mochila y su bastón de peregrino, y emprende de nuevo, imparable ya, el Camino hacia Santiago. El Camino hacia su meta... El camino hacia su mente.
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