Hace un par de días, buceando en otro de esos blogs en los cuales me sumerjo de vez en cuando, me encontré con el comentario de alguien que - como yo hice en su día - se quejaba de las podas salvajes a las que someten a nuestros árboles fuera de tiempo. En este caso parece que con la firme intención de privarnos del placer que supone para los sentidos (al menos para muchas personas como yo) el imparable avance del otoño. Esa riqueza cromática invadida por los tonos dorados de las hojas secas, el entrañable sonido de los pisadas enredándose entre ellas, y, tal vez, el gorjeo de los últimos gorriones que buscan refugio entre sus ramas aún no desnudas del todo. Pero ante la sangrienta tala que los deja mutilados más que desnudos, ¿adonde habrán de ir a refugiarse esas bandadas que cada vez son más escasas?
Después, la audición de un programa especializado en medio ambiente me confirmó la realidad de cómo efectivamente están desapareciendo año a año estos pájaros que parecen haber abandonado ya para siempre sitios tales como Alemania y Francia. Escucho también que un experto auguró que si las abejas desaparecieran de nuestro planeta los seres humanos tardaríamos apenas cuatro años en ver destruido nuestro mundo, ya que de ellas depende un aspecto tan fundamental como la polinización de las plantas que dan vida a nuestro planeta y a todos los seres que en el mismo habitamos. Y cada día desaparece alguna especie de esos pequeños pero importantes insectos.
Mis conocimientos sobre la naturaleza y su evolución no alcanzan a saber cuanto de verdad hay en todas estas afirmaciones, ni hasta que punto son o no catastrofistas. Lo único que sé es que me siento a disgusto con esos cambios que van introduciéndose en nuestra vida, día a día, aniquilando las sensaciones ligadas a los ciclos de la naturaleza.
Y al hilo de la situación de los gorriones recuerdo algo que me pasó hace ya algunos años en tierras vascas. Nos habíamos desplazado desde la pequeña localidad de Hondarribia hasta el pueblo de San Juan de Luz, ya en tierras francesas. Nos acogió el atardecer sentados en el murete del paseo que miraba al mar. Serían apenas las seis de la tarde (era un día de comienzos de primavera) y de pronto todo pareció sumirse en el silencio más desolador. No se oían risas infantiles, ni el vocerío juvenil propio de las pandillas. Y de pronto nos dimos cuenta de que hasta el sonido de los pájaros se había acallado. Fue como si de repente el sonido de la vida se hubiera desconectado del todo. Llegamos de nuevo a Hondarribia tras un corto trayecto en el pequeño barco que hace la ruta diaria. y fue poner el pie en el malecón y el aire se llenó del sonido de las risas y los gritos infantiles que acompañaban a los juegos y carreras, de las bromas de chicos y chicos enredándose a lo largo del paseo. Y el gorjeo de los pájaros, muchos pájaros, no sé si gorriones o de otra clase, pero pájaros al fin y al cabo. Pero era de nuevo el canto de la vida. Y por eso no hago más que preguntarme adonde irá a parar toda esa alegría si nos roban los árboles, y con ellos el otoño, y con ellos... tantas cosas!.
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